Nos hemos acostumbrado los baleares a acumular récords turísticos año tras año como una apisonadora implacable contra la que no cabe luchar. Y debiéramos hacerlo con plena consciencia mientras podamos controlar la secuencia y la potencia. Porque sabemos que estamos sufriendo/disfrutando una situación anormal, accidental, provocada por factores externos ajenos a nuestra voluntad. Lejos de esto, nuestros gobernantes locales siguen moviéndose por inercia como autómatas y dilapidando mucho dinero para atraer a nuevos turistas sobre Baleares. Inercia y carencia de ideas y probablemente sin analizar las consecuencias negativas que tendrá este monocultivo desesperante. Una de ellas, por cierto, nace de sus propias filas y seguirá en aumento: la turismofobia. Con una decena de botes de spray se pueden neutralizar los efectos promocionales de tres o cuatro ferias. Y ocurrirá.
No digo que sea deseable, porque nosotros vivimos en esta doble orden: necesitamos el turismo, pero no lo soportamos. El problema es que hay tantos turistas que ellos mismos se cansan del turismo. No es para menos. Han venido a España en 2017 más de 82 millones de turistas, es decir dos visitantes por cada español. En Baleares es mucho peor. Unos 15 millones. A cada pitiuso le tocan 26 turistas. Si le llaman presión turística por habitante queda más bonito, pero igualmente insostenible, por mucho que en verano Ibiza soporta una carga fija de 160.000 habitantes. Hay días con más de 400.000 almas en Ibiza. Demasiados turistas, lo cual nos ha puesto en manos de las mafias y de la especulación hasta grados demenciales. Ibiza ya es un teatro, una pasarela, una discoteca, un antro de trata de ganado humano.
Incluso los expertos han anunciado que hemos llegado demasiado lejos. Hace años.