Puestos a encallar, lo ideal es en la bocana del puerto de San Antonio mientras la bahía está plácida cual bañera cósmica. Y con un bar cerca, naturalmente. Con una barra bien provista que asaltar y hacer caso omiso de las negativas de unos desaprensivos a servir un copazo que otorgase serenidad a los náufragos emocionales. Si el capitán Haddock llega a estar a los mandos del Pínar del Río (¿había puros habanos?), con buen corazón y sentido común hubiera decretado la barra libre.
Esto ha sido un episodio delirante con final feliz para los pasajeros del ferri. Se investigan las causas y por el puerto se escuchan todo tipo de hipótesis y fantasías, más o menos rocambolescas, como la de que junto al faro había una stripper británica que alteró peligrosamente el rumbo de la nave con sus encantos de sirena.
Sea como fuere se demuestra que Portmany no es el lugar idóneo para recibir tales bestias náuticas. Las vibraciones de sus motores se escuchan en millas en la redonda, cuando aún no han traspasado Conejera. Organizan tsunamis que son peligrosos para los bañistas, que ven aparecer una ola de la nada que amenaza desollarlos contra las rocas. Revuelven los fondos de la bahía. Asustan a los chavales de la escuela náutica. Los vehículos de su carga colapsan el centro de San Antonio.
Muchos portmanyís opinan que tales ferris debieran dirigirse al puerto de Ibiza, capaz de recibir a diez mil turistas en un día en cruceros mastodónticos. Así dejarían al coqueto Portmany libre y gozoso, dedicado a la navegación recreativa y con más posibilidades de renacer cual ave fénix. San Antonio, con su privilegiada localización geográfica, debe reinventarse y no aceptar un progreso decadente. Debe jugar mejor sus buenas cartas.