O no les gusta la cerveza o no les gustan los niños. Quien ha redactado la nueva ordenanza antialcohol de Ibiza debe ser un Herodes abstemio. La Feria de la Cerveza queda deslucida al separar las familias a la hora de tomar una caña, criminalizando la milenaria bebida, que es mucho más sana que cualquier refresco yanqui con sabor a cola. Así, los que no quieren separarse de sus churumbeles, salen huyendo al bar, que tradicionalmente ha sido un oasis de tolerancia tanto para beduinos como vikingos, fenicios y romanos.
Por mi genética corren ríos de alcohol y se rebela ante las ruedas de molino que pretenden imponer los talibanes de la cosa con su abominable reeducación que aplana el espíritu. Cuando todavía era un imberbe mis maravillosas abuelas ya mezclaban mi vasito de agua con un poco de vino de vino en las comidas y, si tenía fiebre, echaban un chorrito de coñac al biberón. Siempre se mimó mucho el bar en casa y yo continúo la gozosa tradición.
La civilización y el alcohol van de la mano, y cuando éste se prohíbe comienza el declive en manos de puritanos que nada tienen que ver con la pureza. Los alquimistas Ramón Llull y Arnau de Vilanova perfeccionaron el alambique que los árabes habían traído de Egipto, y crearon la plataforma etílica europea que desembocaría en el liberador Renacimiento. En Ia Ibiza medieval teníamos a Al Sabini cantando al vino, en Persia estaba Omar Khayam brindando alegre en compañía de espléndidas hurís, y hasta Ibn Jafaya sentenció: Ser sobrio es propio de bestias.
Dionisos nos trajo la uva y Jesús consagró el vino. Los poetas cantan al alcohol –el espíritu sanador—que inspira y alegra. Pero los burrócratas totalitarios siempre sueñan con la ley seca.