En el teatro romano al aire libre de Orange, mientras un huracanado Mistral revolvía su melena y extendía su prodigiosa voz por el arco mediterráneo, se transformó en la mítica sacerdotisa enamorada de la sangre y la magia. Pero en su Norma ella no es una sacerdotisa sacrificadora sino una madre que cobija al mundo bajo el manto de su voz. La divina Callas podía matar en el escenario, la terrenal Caballé no, ella besa y abraza, y si acaso finge desmayarse si se aburre o hace demasiado calor.
Por supuesto que semejante diva universal no podía estar a favor de la vuelta a las tribus de tanto corrupto pulgarcito. Recuerdo cuando la muy catalana Caballé dio el do de pecho, rompiendo los racistas tímpanos de los separatistas, afirmando que ella se sentía española, que amaba el español y estaba a favor del bilingüismo. ¡Brava!
Con su voz contagia un amor a la vida que pone en desbandada a tanto cainita bolas triste. La voz de la Caballé es un milagro que alegra el alma, nos permite vislumbrar un rayo de sol entre las brumas existencialistas, elevarnos sobre la vulgaridad de los políticos y la maldad e hipocresía de la guerra. Los fanáticos son fulminados por una voz pura y universal que sabe que la música hermana y borra cualquier frontera. ¿Qué pintan los abominables burrócratas ante el deslumbrante talento, ante la magia, ante la gozosa expresividad? Nada. Serán olvidados como polvo aburrido, aprovechado y divisor mientras la amorosa voz de la diva seguirá encantando.
Que muestren su voz en los colegios para crear nuevos sueños. Ella pasó del desahucio en su infancia, cuando su padre la enseñó a ver las estrellas y escuchar el canto de los pájaros, a reinar sobre teatros y corazones del mundo entero.