Los pueblos de la Hispanidad, maravilloso cocktail mestizo de indios, blancos, negros, chinos, polinesios…son el mayor tesoro de la conquista del Nuevo Mundo. «Ínclitas razas ubérrimas», que cantaba el poeta nicaragüense Rubén Darío, con su riqueza fértil y sensual, mezcla de ritmos, cultura y religiones, puro sincretismo de lo real maravilloso que hace más gozosa la vida y permite que te sientas en casa ya estés en Portmany, La Habana o Salvador de Bahía.
Por eso mucho antes que integrarnos en la Unión Europea, había quienes reclamaban una nueva unión real y efectiva de Iberoamérica y España, sin fronteras, atendiendo a tanto que tenemos en común, pues sin duda, aunque haya un océano de por medio, estamos más cerca entre nosotros que de un noruego o un esloveno.
Pero, ¿qué pasa con el mundo árabe? Ya Ortega y Gasset se preguntaba con cierta coña fresca y marinera: ¿Cómo pueden llamar Reconquista a algo que dura setecientos años? La influencia árabe fue impresionante, pero actualmente nos separa un mundo a la hora de ejercer el arte de vivir en las dos riberas mediterráneas según domine la Cruz o la Media Luna, el vino o el té a la menta. Haría falta un nuevo mestizaje en esta era moderna.
Aumenta la llegada de pateras a Baleares. Los inmigrantes desembarcan y se mezclan fácilmente entre la multitud bañista, camuflados con el uniforme de la modernidad turística: traje de baño y camiseta sin mangas, con lo cual resulta imposible distinguir a los visitantes legales de los ilegales, pues todos pertenecen al género humano; y me gusta imaginar que algún superviviente incluso pide una piña colada a un vendedor ambulante.
La globalización es un hecho que no podrán parar muros racistas ni fronteras económicas. Y la llave será el mestizaje.