Tengo un amigo, gran cazador, que ha derribado ya veintiún drones en el jardín de su casa de Antibes. Cuando uno de esos infernales aparatos sobrevuela su propiedad, se toma una copa de jerez La Ina (“Es lo mejor para afinar la puntería por la mañana”, explica con sonrisa de oreja a oreja), carga su escopeta y dispara al objeto volador no identificado que zumba como un enjambre de avispas.
Cuando ha recibido alguna denuncia, la policía siempre lo ha felicitado, pues saben que la mayoría de tales impertinentes drones en la atestada Costa Azul pertenecen a bandas criminales que espían las casas para sus robos.
Yo tan solo he derribado dos. Tal vez porque tiro pedradas en plan hondero o porque en vez de jerez llevo una jarra de Bloody Mary en el cuerpo.
El caso es que son un problema tanto para la privacidad como la seguridad. Los aeropuertos más importantes de Inglaterra han sido cerrados varias veces por la intrusión de estos aparatitos que se regalan igual que un escalectrix. En Ibiza, los muy eficientes halconeros del aeropuerto tendrán que entrenar a un águila para derribarlos sin cortarse, contratar a un cazador de becadas o un certero arquero de Es Cubells.
Porque las Pitiusas también sufren una auténtica invasión estival: los voyeurs tecnológicos espían a placer los cuerpos dorados de las playas y también muchas casas, para luego desvalijarlas. Se supone que hay que tener una formación especial para manejar estos aparatitos y existe una legislación al respecto, pero su aplicación resulta tan difícil como poner puertas al campo.
De momento, ya me estoy entrenando con la honda y guardo unas cuantas botellas de jerez en frío. Un nuevo deporte se ha creado para salvaguarda de pichones: el tiro al dron.