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Opinión/Lucas Ramon Torres. Sacerdote

7º Domingo T.O. (Lc 6, 27-38)

| Ibiza |

El mandamiento más difícil de nuestra sacrosanta Religión es amar a los enemigos. Sin la gracia de Dios es imposible ponerlo en práctica. Jesucristo nos enseñó con su ejemplo que este precepto no es una simple recomendación piadosa: estando en la Cruz rogó a su Padre por los que le habían clavado en ella. A imitación del Maestro, San Esteban, el primer mártir de la Iglesia en el momento de ser lapidado pedía al Señor que no tuviera en cuenta el pecado a sus enemigos. La Iglesia, en la Liturgia del Viernes Santo eleva a Dios oraciones por los que están fuera de la Iglesia para que les dé la gracia de la fe; para que los que no conocen a Dios salgan de su ignorancia, para que los no católicos, unidos por los lazos de la verdadera caridad, se unan de nuevo a la comunión de la Iglesia, nuestra Madre. Jesús nos muestra como hemos de comportarnos para imitar la misericordia de Dios. Pone el ejemplo para que nos ejercitamos en obras de misericordia espirituales perdonar la injurias y sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Esto es lo que quiere decir poner la otra mejilla a quien te hiera en una. Cristo no presentó la otra mejilla al ser abofeteado en casa de Anás, ni tampoco San Pablo cuando, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, fue azotado en Filipinas. Cristo no ha mandado a ofrecer literalmente la otra mejilla al que te hiere en una; sino que esto debe entenderse en cuanto a la disposición interior; es decir debemos estar preparados para soportar algo semejante e incluso más. Como hizo el Señor cuando entregó su cuerpo a la muerte. Es propio de Dios el perdón y la misericordia. San Pablo en la segunda carta a los Corintios dice: Bendito sea Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones. La conducta del cristiano ha de compadecerse de las misericordias ajenas como si fuesen propias y procurar remediarlas. Nuestra Santa Madre la Iglesia nos ha concretado una serie de obras de misericordia tanto corporales como espirituales. Dios es el único juez y escrutador de los corazones; por eso nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás. Dios no se deja ganar en generosidad. Por mucho que demos a Dios en esta vida, más nos dará el Señor como premio en la vida eterna. San Juan de la Cruz dice: «En la noche de la vida seremos juzgados en función del amor». El Papa Francisco en el libro ‘El nombre de Dios es misericordia' dice: la misericordia de Dios es una gran luz del amor, de ternura, porque Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia.

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