Los escribas y fariseos trajeron una mujer a la presencia de Jesús y le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a estas; ¿Tú qué dices? Jesús contestó: el que de vosotros esté sin pecado, que tire la piedra. Los acusadores se fueron marchando, comenzando por los más viejos.
Cuando el Señor quedó solo dijo a la mujer: ¿Ninguno te ha condenado? Ella respondió: «Ninguno, Señor». Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más. La pregunta de los escribas y fariseos esconde una insidia. Jesús se había manifestado en muchas ocasiones comprensivo con los que eran considerados pecadores, ahora acuden a Él con este caso para ver si también se muestra indulgente y así poder acusarle de no respetar la Ley.
A la cuestión que le plantean desde un punto de vista legal, Jesús la eleva al plano moral e interpela a la conciencia de cada uno. Puede haber algo legal que, a la vez, sea inmoral. Algo inaceptable porque es contra el 5º Mandamiento: No matarás. El Señor no viola la Ley y al mismo tiempo no quiere que se pierda lo que Él estaba buscando. Jesús había venido a salvar lo que estaba perdido, dice San Agustín. Los fariseos y los escribas hubieran deseado que Jesús hubiera dicho: Cúmplase la Ley, que sea apedreada la adúltera. Pero, ¿cómo pueden pedir el cumplimiento de la Ley, si ellos eran peores, llenos sus corazones de odio y maldad?
Alguien podría afirmar que el Señor era demasiado benévolo y compasivo con la pecadora. Pero no es así. Jesucristo siempre perdona pero exige propósito de enmienda. Vete, le dice el Señor y desde ahora no peques más. Cristo condena el pecado, pero perdona al pecador arrepentido.