Nosotras, las que leemos la prensa los domingos como un placer irrenunciable, nos criamos sin móvil. Quedábamos en la cabina del barrio, en las plazas y en los bares. Nuestros primeros novios tragaban saliva y llamaban al fijo de casa, enfrentándose a las voces graves de nuestros padres, que les increparon cientos de veces por atreverse a molestar a la hora de comer en una casa decente. Realmente su pecado era querer a las niñas de sus ojos, y el acto de valentía se repetía al revés cuando las madres de aquellos chicos nos respondían con idéntica «ternura». Nos acompañábamos las unas a las otras para que ninguna regresase sola a su portal a horas intempestivas y cuando nos reuníamos hablábamos y nos mirábamos a los ojos, en vez de sentarnos en silencio con ese nuevo apéndice en las manos. Jugábamos a las cartas, al Trivial o al ahorcado, y nos intercambiábamos la ropa entre hermanas, amigas y primas, porque nuestros armarios tenían más perchas vacías que llenas, con el fin de que cada sábado fuese un día nuevo. Salvo casos excepcionales, éramos mucho más libres que las jóvenes de hoy, aunque tuviésemos muchas menos cosas.
Hablábamos de cine, de libros y de sueños y nos dividíamos en grupos cerrados que se mezclaban sin problema entre pijos, heavies, punkies o empollones. No había mucho más. Éramos los hijos de una gran clase media trabajadora, cuyos padres habían prosperado y con un futuro abierto por delante.
Algunos escogimos estudiar y nos marchamos del pueblo, con esa mezcla de pena y de emoción que producen las nuevas aventuras. Muchos nunca regresamos y hoy somos parias de varias tierras. Gracias a los teléfonos móviles podemos seguir la pista de compañeros de clase, amigos de la infancia y rastrear ese pasado que nos suena extremadamente lejano, más que por las décadas que han pasado, por el salto sociológico que se ha producido.
En mi época si nos decía el novio de turno que no hablásemos con Fulano o con Mengano o que nuestra falda era muy corta, le mandábamos a paseo o le parábamos los pies al momento. Hoy el control de esos «amores» les lleva a vigilar por esa gran mirilla la hora a la que se han conectado a WhatsApp, los destinatarios de sus «likes» e, incluso, dónde o con quién han estado esa tarde por los etiquetados de sus redes sociales. «¿Por qué no has respondido al teléfono? ¿Dónde estabas? ¿Quién es este?», son preguntas lanzadas al aire con terminal de turno esgrimidos como arma y que podemos escuchar cada día. Existe una aplicación que se anuncia como «la respuesta para asegurarte de que tu pareja te es infiel», y que te insta a instalársela a modo de geolocalizador para que te alerte de dónde está en cada momento. Nosotros, los que nos escandalizamos con estos comportamientos, somos quienes debemos alertar a los más jóvenes de sus peligros y denunciarlos para que no se normalicen, porque somos la generación objetiva que es consciente de que muchas veces el enemigo está en casa y no lo estamos viendo. Nosotras, sobre todo nosotras, que siempre hemos sido libres, debemos enseñar a las que hoy nos toman en relevo que su libertad no la marca ni la corta nadie, ni física, ni digitalmente.