Mi abuela Montse era de Barcelona. Llamarme como ella no fue una casualidad ni una aliteración forzada teniendo en cuenta mi apellido, sino un homenaje que le rindió mi madre cuando la vio partir con tan solo 46 años cercenada por una esclerosis múltiple voraz que la consumió en pocos meses. Nací con el nombre cosido de aquella abuela a la que nunca conocí pero a la que he leído tanto, y con el respeto casi religioso por su marcha. Cada año la recordábamos en nuestra casa, llenando el salón de velas de colores, caramelos de violetas y un perfume embriagador llamado Joya. Su presencia se respiraba en cada habitación y un gran cuadro con su retrato, de esos cuya mirada te sigue a todas partes, me vigilaba atentamente y parecía amonestarme cada vez que cometía una travesura.
Mi abuela Montse era de Barcelona y portaba apellidos ilustres de su tierra. Su familia se marchó a Burgos cuando rozaba la mayoría de edad y siempre que se enfadaba juraba en su lengua materna. De hecho, que yo haya aprendido ibicenco sería para ella motivo de orgullo, tal y como asegura siempre mi madre cuando me escucha chapurrearlo mal pero con muchas ganas.
Mi pedigrí es como el de mi perra, impuro, y a ese 25% de sangre catalana se le suma otro 12,5% de sangre vasca, un 12,5% de castellana y un 50% de manchega. Nací por casualidad en Aranda de Duero y llevo 16 años en Ibiza, por lo que, como le ocurría a Machado, no tengo muy claro de dónde soy o si simplemente soy parte de muchos sitios. Tal vez por eso, cuando veo estos días en los informativos las calles de Barcelona ardiendo de rabia por dos facciones en guerra contra sí mismas, con una herida abierta entre hermanos y una identidad que en vez de sentirse grande defiende ser pequeña, se me rompe el alma.
Dicen que quienes heredamos el nombre de nuestros difuntos nos quedamos también con los problemas que no resolvieron, con sus miedos, con sus taras y con sus traumas. Yo no sé si mi amor por Barcelona se debe a la belleza de sus calles, de sus catedrales y de sus lonjas, si es el contagio de la pasión con la que me han enseñado sus rincones amigos que son ya parte de mi alma o si realmente hay algo en mi corazón de otra vida que me estremece. Lo único que tengo claro es que me duele sentir que ella no me quiere. He intentado comprender, analizar y empatizar con el germen de ese sentimiento de rechazo. He leído, he dialogado, con mayor o menor vehemencia, y he buscado entender cómo late la piel de quienes se echan a la calle estos días para exigir que la sedición se condone, que los puñetazos en la mesa se consideren legales y que las libertades y derechos por los que murieron tantas y tantas personas se espanten como si fuesen moscas molestas, pero no he podido.
A mí lo que me provoca esta situación es un dolor inmenso; periodistas que dan las noticias como si estuviesen en una zona de conflicto, con cascos para evitar agresiones y el miedo dibujado en los ojos, comerciantes llorando por ver sus negocios atacados o padres huyendo de sus casas con sus bebés en brazos, por si alguien les incendia por la noche el futuro. Lo siento, no lo entiendo, nada justifica todo esto. ¿De dónde ha salido toda esa ira contra la policía? ¿Qué les corre por las venas a esos estudiantes que en vez de saltarse las clases para revolverse contra los asesinatos cometidos por bandas terroristas o contra la subida del precio de las matrículas de las Universidades, como hicimos nosotros hace veinte años, deciden encapucharse, armarse de bates y terminar quemando contenedores y provocando pérdidas a su ciudad, esa con la que todavía ni han contribuido, cifradas hoy en dos millones de euros? Esto ya no va de una sentencia del Tribunal Superior, sino de un odio que se ha alimentado con pan y circo para espantar los verdaderos problemas.
Mi abuela Montse, cuyos diarios releo estos días con la ambición de novelar su vida, soltaría tantos improperios si viese hoy cómo lastiman su pueblo, que estoy segura de que nos terminaríamos riendo presas del humor negro que dicen he heredado de ella, como su alegría, sus ganas de cantar a todas horas y estos sentimientos que, si se escriben, parece que duelen menos.