Después de haber terminado el Año litúrgico el domingo pasado, en este domingo comenzamos un nuevo Año Litúrgico con el tiempo del Adviento, un tiempo litúrgico que nos prepara para la gran fiesta de la Navidad, memoria del nacimiento en nuestra carne de Jesús, el Hijo de Dios. El mensaje espiritual de Adviento nos proyecta hacia la vuelta gloriosa del Señor al final de nuestra historia. Esta doble perspectiva hace del Adviento el tiempo de la alegría y, sobre todo, de la esperanza.
Necesitamos avivar o reforzar la esperanza. Como nos dijo ya san Juan Pablo II, muchas personas están afectadas hoy por un oscurecimiento de la esperanza. Muchos hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza; muchos bautizados están sumidos también en este estado de ánimo. Se extiende el miedo a afrontar el futuro, a asumir compromisos duraderos, a adoptar decisiones de por vida, a abrirse al don de la vida. El vacío interior y la pérdida del sentido de la vida atenazan a muchas personas. En la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de excluir de la vida a Dios y a su Hijo, Jesucristo.
Sin embargo, el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, sin esperanza, se convertiría en insoportable. Con frecuencia se busca saciar la esperanza con realidades efímeras y frágiles, quedando así reducida al ámbito intramundano; es una esperanza cerrada a Dios; una esperanza que se contenta con el paraíso prometido por la ciencia y la técnica, con la felicidad de tipo hedonista, del disfrute del día a día y del consumismo. Pero, al final todo esto se demuestra ilusorio e incapaz de satisfacer la sed de felicidad infinita que el corazón del hombre continúa sintiendo dentro de sí. Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi señala que el hombre «sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar». De esta gran esperanza, que es Dios, nos habla el tiempo de Adviento.
Y Papa Francisco nos dice que….
En este sentido, este tiempo nos ofrece una gran oportunidad para redescubrir lo que verdaderamente esperamos, lo que realmente puede hacernos felices. Al final del Adviento contemplaremos a Dios que se hace hombre en el misterio de la Navidad. En Jesús, nuestra verdadera esperanza, Dios mismo se hace carne y nos mira con rostro humano, compasivo y misericordioso. Dios se hace hombre para salvar a todo hombre y mujer. En Jesús, contemplaremos cómo somos amados por Dios y cómo hemos de amar al prójimo.
Este tiempo del Adviento nos invita a dejarnos encontrar por Dios, que viene a nosotros. En el evangelio de este primer domingo, todo el universo se conmueve ante el anuncio de la segunda venida de Jesucristo. Simbólicamente se nos dice que todo aquello en lo que tenemos puesto nuestro corazón de una manera desordenada debe ser abandonado, porque nos impide acoger a Dios en nuestra vida y, en Él, al prójimo. Cuando pasan las cosas caducas en las que hemos puesto nuestra seguridad y nuestra esperanza, aparecen la ansiedad y la angustia. Entonces comprendemos mejor que sólo en Dios podemos poner nuestra esperanza, porque sólo Él es la realidad que no pasa nunca; sólo en Él podemos encontrar un sentido perdurable y sólo desde su amor eterno y fiel podemos superar todas las pruebas y contrariedades.
San Pablo nos propone un camino para este tiempo del Adviento: «Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos». Ciertamente para que la esperanza sea verdadera no puede desentenderse de los demás. El individualismo egoísta y narcisista, tan extendido hoy, acaba siendo una fuente de desesperanza que conduce al vacío en la existencia humana. Cuando amamos de verdad a los demás, de modo especial, a los que sufren o pasan necesidad material y espiritual, al igual que cuando nos dejamos amar por quienes nos rodean, se acrecienta la esperanza, porque el corazón se ensancha y se hace capaz de cosas más grandes. Amando al prójimo, cada uno «abre también la mirada hacia la fuente de la alegría, hacia el amor mismo, hacia Dios».