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3º Domingo de Cuaresma (Jn. 4, 5-42)

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El Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma nos habla del encuentro de Jesús con la samaritana junto al pozo de Jacob. En la primera lectura del libro del éxodo, el pueblo de Israel en el desierto pide agua para beber y Moisés la hace brotar de una roca. Por el santo Bautismo, el agua significa el amor de Dios derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Ese amor divino y humano fue el que llevó a Cristo a morir por nosotros, pecadores. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Entonces llega una mujer samaritana y Jesús le dijo: «Dame de beber». Jesús pide de beber no solo por la sed física, sino porque tenía sed de la salvación de los hombres. Cuando Jesús estaba clavado en la cruz volvió a decir: «Tengo sed».

Los Evangelios, y en especial el de San Juan, narran a veces detalles que pueden parecer irrelevantes, pero no lo son. Jesús, como nosotros, se fatiga realmente, siente hambre y sed; pero, aún en medio del cansancio, no desprecia ocasión para hacer el bien a las almas. El Señor se hizo igual a nosotros, en todo menos en el pecado. Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró, participó de las alegrías y penas de los demás. Al contemplar la escena del Evangelio de hoy, sabiendo que Cristo es Dios y Hombre verdadero, pide agua a la samaritana. Siempre hubo enemistades entre judíos y samaritanos; pero Jesucristo no excluye a nadie, sino que su amor se extiende a todas las almas, y por todas y cada una va a derramar su sangre. «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Jesús le contesta: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide ‘dame de beber'....».

La mujer no podía aún comprender el sentido profundo de las palabras del Señor. Si conocieras el don de Dios. El don, el regalo inestimable de Dios es el mismo Jesucristo. En nuestro corazón hay muchas ansiedades, hay intensos deseos de felicidad y paz; quien recibe al Señor y se une a El como los sarmientos a la vid, no sólo sacia su sed, sino que además se transforma en fuente de agua viva.

La samaritana le dijo: «Sé que el Mesías, el llamado Cristo, va a venir. Cuando él venga, nos anunciará todas las cosas». Jesús le respondió: «Yo soy, el que habla contigo».
Las palabras del Señor son particularmente significativas: declara que es el Mesías y lo hace diciendo: «yo soy», expresión que evoca la que Yavé había empleado para revelarse a Moisés, y que en boca de Jesús apunta a una revelación no solo de su mesianidad, sino también de su divinidad. Para los que nos honramos de llamarnos y ser cristianos decimos de corazón y de boca: Bendito sea Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre.

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