Cierra Joy Eslava. Al menos de manera temporal. Un drama para muchas personas que lo comparten en las redes sociales como si fuera el Apocalipsis. Para todos ellos, la noche madrileña no será lo mismo sin uno de sus grandes referentes. Pero lo cierto es que desde que llegó el coronavirus y con él las medidas restrictivas para evitar contagios y fallecidos, la noche en toda España es triste, aburrida, melancólica y arrastra los millones de dramas personales y familiares de los que echan el cierre sin salir en las noticias, ni en las redes sociales.
A mí no me da pena el Joy. Siempre me pareció un lugar caro y sobrevalorado, pensado para una élite de camisa, jersey en los hombros y zapatos náuticos, a la que siempre respetaré, pero con la que nunca me sentí identificado. Tal vez porque mis padres y mis abuelos vivían en zonas de clase media de Madrid y mis amigos iban en zapatillas, camiseta y sudadera, mis zonas eran Malasaña, Huertas, Moncloa, Argüelles… lugares donde dicen las malas lenguas que me bebí hasta el agua de los floreros. Hoy, con el paso de los años y en modo abuelo cebolleta, veo que ya poco queda de aquellos bares pequeños y angostos, sin apenas luz y con un olor difícilmente identificable. De aquellos garitos de a cien pesetas el botijo o el chupito o a mil la coctelera mientras escuchabas rock y jugabas al futbolín, por supuesto con jugadores de madera. Lugares donde pasé mil y una noches mientras me robaban cazadoras, el corazón y hasta cosas que no se pueden contar por respeto a la concurrencia. Por ello y porque siempre me consideré más del pueblo llano que de la burguesía y aunque ya no sepa quienes son unos y otros en materia política, no me da pena el Joy y sí aquellos bares que pasaron de padres a hijos, donde todo era más barato, oscuro y sucio pero también, más entrañable. Yo, lo siento, pero me quedo con el bar de toda la vida antes que con una gran sala de fiestas.