La pecera para fumadores era el lugar más animado del aeropuerto de Viena. Entré con una botella de Bushmills y un fragante habano de Vuelta Abajo liado amorosamente por la portentosa Lía Randich. Enseguida trabé conversación con una banda de zíngaros, un profesor de física cuántica y una campeona mundial de kite surf llamada Nicole. Formábamos el típico grupo de sospechosos habituales y reíamos mientras el mundo exterior se mostraba abatido y timorato tras las mamparas de cristal. Los bolas tristes de filosofía existencialista no quieren darse cuenta de que si nos vamos a pique, mejor que sea cantando. Lo mismo vale en el milagro de la supervivencia diaria, como bien saben la sabiduría popular y los amantes platónicos: Quien canta los males espanta.
Nicole se marchaba a Ciudad del Cabo a competir con su pasión deportiva, donde sobrevuela en su cometa olas verdes y lomos blancos de tiburones. Ella era la auténtica musa y sirena cantarina en la ahumada pecera; y naturalmente provocó que este iluso cronista perdiera el avión.
Pero el viaje es el arte del encuentro. Así opinaba el trovador y poeta Vinicius de Moraes, ¡o branco mais preto do Brasil!
Continué la odisea sorteando Escila y Caribdis, experimentando como se siente un cobaya entre tanto test y barreras sanitarias. Una adorable Nausicaa de color nocturno me rescató en uno de esos atestados laboratorios (la cola daba la vuelta a la manzana como un ouróboros) y logré el salvoconducto para regresar a mi querida Ibiza.
¡Y el primer vino en Es Clot me supo a gloria!