No te lo metas todo», «déjame un culillo», «pásame la jeringa», «¿cuántas dosis necesitas?»… el caballo hoy se viste de vacuna.
En los despachos de todo el país se trafica con esta nueva droga que no puede comprarse en el mercado y que alcaldes, consejeros, técnicos, mujeres y maridos de políticos, militares y otras sabandijas se están inoculando, mientras los muertos se nos apilan en las conciencias.
Hay una aplicación que te dice cuándo te tocaría formalmente tu dosis, siguiendo un patrón que mide la edad, el historial clínico y el lugar de residencia. A mí, hasta marzo de 2022 no me llegaría el turno, aunque a mis padres, que son quienes realmente me importan ahora mismo, parece que podrían llamarlos esta primavera. Eso, claro está, si los camellos de la salud o los laboratorios que están comerciando sin escrúpulos con los viales que previamente les habíamos financiado y que ya nos habían vendido, no se lo roban antes. No se olviden, además, de que es probable que esta vacuna solo nos proteja durante un tiempo y que, entre mutaciones y otras carantoñas, la historia del tráfico de inyecciones promete mantenernos en un largo idilio.
Lo cierto es que todo lo que vemos, leemos y sentimos es desolador. Se nos están terminando la paciencia, la ilusión y la confianza. Ya no pensamos en «cuando todo esto pase», sino en cómo convivir con una enfermedad que promete segundas, terceras y hasta sextas partes, y nunca antes habíamos hablado tanto a solas con la tele, mascullando un «mentirosos», un «sinvergüenzas» o un «iros a la mierda», con tanto rencor como ahora.
Mientras leemos en estas páginas cómo los más ricos pueden irse a unas «vacaciones de lujo con vacuna incluida» por la módica cantidad de 50.000 euros a destinos como Asia o los Emiratos Árabes, en este lado del charco tenemos los hospitales colapsados, paradas las cirugías y pruebas. Nuestros médicos y enfermeras languidecen de baja en sus casas o llorando de la impotencia en las consultas porque no pueden más, pero ni siquiera esta película de terror parece servirnos para quedarnos en casa y ayudarles en esta nueva guerra. Pero, ¿qué vamos a esperar de una sociedad vestida siempre de picaresca para cada ocasión? En este barco en el que las riñas son la banda sonora de un trayecto a ninguna parte y donde nos rebelamos contra los capitanes que saben de mares porque preferimos escuchar a los piratas que mienten sobre tesoros lejanos, no lograremos llegar nunca a buen puerto. Y así, entre baladas de sirenas afónicas y botellas de ron de garrafón se nos van muriendo medio millar de almas al día mientras prometemos que todo va bien, que estamos doblegando la curva y que lo importante ahora es que el Día de San Valentín el ya exministro Marav-Illa conquiste un nuevo territorio, menos nuestro que nunca.
Aquí, en tierra, son muchos los que afirman que ya no quieren escuchar más, que hacen un corte de mangas a las noticias, porque no dicen lo que quieren oír y porque ya nunca son buenas, mientras que los marineritos de segunda nos despertamos cada mañana con sentencias como que Ibiza, nuestra ciudad, tiene las peores cifras de contagiados de España. Pero esto no va con quienes niegan la evidencia, con los que no se han paseado por Can Misses, ni han hablado con un especialista al que han mandado «a trincheras». Esos que no tuvieron la suerte o la desgracia de haber sido educados en los cimientos de una moral que aboga por salvar siempre a la tripulación en vez de saltar los primeros, son quienes nos han metido en este entuerto.
A veces es mejor dejar de intentar entender qué se le puede pasar por la cabeza a alguien capaz de meterse sin inmutarse la cuchara llena de sopa boba a la boca mientras un cuerpo todavía caliente se despide para siempre de nosotros al otro lado del informativo. Ellos, los que se pasan la jeringa, son adictos al egoísmo, seres oscuros e incapaces de comprender el mensaje de todo esto. Lo que no saben es que al final, quieran o no quieran, en este barco viajamos todos y, si lo hunden, todo lo que nos han robado también desaparecerá con ellos.