Ignoro qué filosofía practica Salvador Illa, pero han impactado sus palabras al salir corriendo del ministerio de Sanidad. El tipo no se arrepiente de nada y avisa a la sucesora de turno que va a disfrutar con el cargo. ¡Toma nísperos sofistas y soberbia política! O es muy grosero expresándose –ya avisaba Ortega y Gasset que la claridad es la cortesía del filósofo—o es un psicópata sin empatía, o es la contradicción de un filósofo nada humanista.
Deja el cargo en el momento más crítico de la pandemia, con récord de muertes y estafa de vacunas, lo cual nos da una idea de la irrelevancia de los ministros en su puesto. Además ¿para qué van a poner a un médico de prestigio al frente de Sanidad? Nada de eso, en la vulgaridad actual basta con un obediente burrócrata, especialmente si no tiene que dar cuentas de sus tremendos errores en el Congreso. Tampoco ante los medios de comunicación, salvo previo pacto. Ahora están de moda las ruedas de prensa a bombo y platillo pero sin derecho a preguntas, pues el gobierno sanchista –con tanto miedo como poca vergüenza-- directamente las prohíbe. Al menos Trump se enzarzaba en peleas en directo con los periodistas.
El caso Illa ha demostrado una vez más la separación que existe entre política y sociedad. Prohíben los bares pero alientan la asistencia a soporíferos mítines, como si fueran santones que ahuyentan el contagio entre sus acólitos. Se aplauden entre sí con un empalago insufrible salvo para un fanático de partido. Nunca son responsables y jamás se arrepienten de nada. Y encima ¡disfrutan!