Hace unos años al tener que escribir un obituario sobre un artista ibicenco, un conocido de la profesión al que admiro por su integridad y su magnífico saber profesional me dijo que cuando alguien se muere todo el mundo dice que era magnífico. Que era muy buena persona y que ha dejado una huella imborrable en este mundo. Que sin su existencia la sociedad no sería la que es y que ninguno de nosotros seríamos los que somos.
Y cómo con el paso de los años he tenido que hacer por desgracia más de un obituario y más de dos me he ido dando cuenta que, como siempre, mi amigo y compañero vuelve a llevar razón. Lástima que todos esos parabienes, reconocimientos y palabras de elogio casi nunca se dicen en vida cuando una dosis de autoestima nunca viene mal.
En ocasiones nos callamos un qué bueno eres, olvidamos ese abrazo reconfortante, ese beso en la mejilla o esa palabra de ánimo para reconocer el trabajo bien hecho tanto profesional como personal y nos lo guardamos para cuando ese alguien ya no está entre nosotros. Parece como si tuviéramos que esperar a descubrir sus virtudes, su aportación a la sociedad o sus reflexiones vitales. Como si no pudiéramos dedicarle una estatua, un parque, una rotonda o un polideportivo mientras está vivo y puede llevarse el reconocimiento de sus vecinos, amigos o compañeros.
Parece que, como siempre, esta vida va tan deprisa que nuestra sociedad no tiene ni un segundo para decir a alguien gracias, cómo me encanta tu personalidad o qué bien trabajas o afrontas la vida. No nos damos cuenta pero los minutos, las horas y los días pasan hasta que sin saber cómo ni cuándo ya es demasiado tarde y nos toca dejar este mundo.
Y entonces sí, cuando alguien muere y un periodista nos pregunta, decimos que esa persona era maravillosa.