En tiempos de pandemia el Día de la Mujer es otra de «las fiestas» con las que nos ahogamos las ganas en el café. La Covid19 es una magdalena inmensa, dura e infinita que seca todo a su paso y que nos deja huérfanos de abrazos, de planes, de esperanza e, incluso, de reivindicaciones. Mañana se conmemora el Día de la Mujer y solo podremos salir a las redes. Las plazas son hoy peligrosas y suponen un redil donde jugarnos la vida, la salud y la salida de una crisis que cumple estos días un año desde que nos quitó algo tan valioso como la libertad. Ahora, más que nunca, debemos ser nosotras, precisamente nosotras, quienes demostremos cordura, responsabilidad y solidaridad.
En mi vida les reconozco que he ido a muy pocas manifestaciones, siempre he sido más de hechos que de gritos y mi letra es tan horrenda que no sirve ni para ilustrar carteles. A lo largo de estos nefastos 12 meses he considerado un riesgo innecesario las movilizaciones multitudinarias, por muy justas que fuesen sus reivindicaciones, y no voy a hacer con esta una excepción. No nos olvidemos de que este triste aniversario significó el comienzo de una plaga que sigue mojándonos con su tercera ola.
Ser feminista es ser avanzado porque defiende algo tan obvio como que hombres y mujeres tenemos las mismas capacidades y los mismos derechos. Llevamos tan pocos años pudiendo estudiar, votar, viajar, decidir y desenvolvernos como ciudadanas de primera, que es necesario seguir ascendiendo en esta reclamación que nos ha sido negada durante miles de años.
Hoy no somos las señoras de nadie, ni mucho menos sus esclavas o sirvientas. Hoy no estamos relegadas a las tareas de procrear y de cuidar de un hogar haciendo sumisamente todas las faenas de la casa. Hoy podemos escoger vivir solas, felices y con un trabajo que hayamos elegido. Hoy podemos optar por ser o no madres sin que nadie nos considere incompletas, egoístas o vacías. Hoy está en nuestras manos decidir cómo tratar nuestra sexualidad y disfrutar de ella sin que se nos tache de promiscuas o se nos cuelguen medallas oscuras y también podemos comenzar a cuidarnos en vez de cuidar siempre de otros…
Seguro que a estas alturas del artículo han torcido un poco el morro. ¿De verdad hemos llegado ya a la cima y se normalizan determinadas formas de vida o todavía somos señaladas, criticadas y sesgadas por decidir con libertad cómo queremos pasear por este valle en el que nos hemos cansado de las lágrimas?
Hoy las mujeres pensamos, leemos y opinamos, aunque para muchos eso todavía no sea sexy, y también nos vestimos como nos da la gana y nos defendemos con un rojo de labios sin que apreciar la belleza penalice nuestro cociente intelectual.
Nuestras madres comenzaron este camino educando a sus hijos en la igualdad para desterrar frases como «mi chico me ayuda mucho en casa», para normalizar, simplemente, que las tareas si se comparten se reparten y que una pareja es mucho más completa y divertida cuando está compuesta por dos almas que caminan al mismo compás.
Mañana saldremos a recordar esto en las redes, porque si en Ibiza nos han cerrado los bares y nos prohíben juntarnos con los nuestros, no tendría sentido que un grito de libertad se vistiese al final de lamento.
Yo reivindicaré siempre este feminismo global, que no sesga ni divide, uno que no está enfadado ni acusa a todos los hombres de ser «violadores» en potencia. ¡Qué suerte la mía por haber tenido unos padres que educaron a sus hijos sin sesgarlos por su sexo y enseñándonos lo más importante en esta vida: a ser leales y felices! Tal vez por eso, porque nunca me he sentido más pequeña por ser mujer, me cueste tanto entender que existan personas que nos miren a través de una cerradura.