No les voy a negar que me gusta jugar al fútbol. Nunca fui una gran estrella pero siempre le puse ganas y me lo pasaba muy bien. Sin embargo, del otro fútbol, del de los grandes, me están echando.
A veces, como hacía mi padre, pongo un partido en la televisión para, en teoría, disfrutar de un espectáculo con los mejores jugadores del mundo pero rápidamente me aburro y al cabo de un rato, si puedo, le doy al mando para ventilarlo en apenas veinte minutos. No sé si es por los horarios, la saturación de partidos, el VAR, las nuevas tecnologías o que ni siquiera los colores de las camisetas de los equipos son los que son. Tampoco ayuda el negocio que hay montado o que los equipos de tu ciudad no tengan casi ningún jugador de tu país, barrio o pueblo y sí chicos de Uruguay, Noruega, Egipto, Nueva Zelanda o Kazajistán. Antes, me sentía identificado con la ilusión de mi abuelo, don Leandro con el puro en la boca animando sobre una humilde almoadilla en los asientos de cemento, con bocata y su bota de vino, en un estadio Vicente Calderón donde el césped se embarraba, no había calefacción y en los marcadores se anunciaban los goles de los partidos porque casi todos se jugaban a la misma hora.
Ahora todo es mucho más bonito y más elegante pero también más artificial y menos auténtico y esto de la Superliga ha sido para mí el motivo perfecto para salir huyendo. Porque aunque ahora se ha paralizado, esa competición saldrá adelante más pronto que tarde y una vez más acabarán perdiendo los pobres, los que menos tienen, y ganarán los ricos lucrándose solo unos pocos. Y una vez más, servirá de excusa para hablar solo de fútbol, del gol de Fulanito, el penalti de Zutanito o la mano de Juanito, mientras miramos a otro lado ante las colas del hambre o de la esperanza, los millones de parados, los que mueren en nuestros mares, los campos de refugiados o simplemente, aquellos que no tienen un poco de electricidad o leña para calentarse.