Podría escribir un artículo de opinión más sobre la despedida de Pablo Iglesias de la primera plana política. Sería sencillo hilvanar una retahíla de metáforas sobre cómo se ha cortado la coleta tras aburrirse de entretener a un público cada vez menos enfervorecido entre las gradas. Llevo noches acostándome con la manera de orquestar una serie de párrafos en los que desgranar cómo el actor se ha aburrido del papel que tanto aspiró a interpretar o de qué manera le ha golpeado con su propio guante la maldita hemeroteca. Sería muy fácil recrear al otrora gladiador que se vendía como un libertador de las masas y que terminó descubriendo que el mundo solo se cambia a golpe de trabajo, de diálogo y de esfuerzo para terminar su última función sin aplausos y con un portazo.
Me imagino desgranando frases sobre aquel teórico de los ruedos que siempre desdeñó el miedo y que insultó, provocó y jaleó a los banderilleros. El mismo que, una vez vestido en la plaza, no fue capaz de enfrentarse al toro y se mantuvo tras la barrera, inmóvil, aterrado y eternamente enfadado, no sé si con nosotros o consigo mismo. Precisamente el tacto de piel del animal icono de un país que se olvidó de amar ha terminado causándole tal picor que nos ha liberado de su mera presencia. Ahora dice que lo que verdaderamente quiere hacer es «periodismo», esa carrera que algunos estudiamos y ejercemos y otros confunden con las tertulias donde las voces suben y las buenas ideas bajan sin remedio. Nuestra España, la que tanto nos costó volver a unir, la que lloró la sangre de hermanos enfrentados y se vio sumida en una dictadura gris, ha visto sus heridas abiertas cuarenta años después en un enfrentamiento yermo de bandos enterrados hace décadas con una única intención: cobrar protagonismo y desviar la mirada hacia el futuro. El pasado es el libro del que aprender, en el que reflejarnos, una hoja de ruta gracias a la cual no repetir errores ni fratricidios yermos, y en ningún caso un arma con el que volver a golpear a los muertos. Se equivocó Pablo Iglesias al tirar piedras contra los tejados de quienes no pensaban como él y a quienes acusó por ello de fascistas, de ignorantes y de insolidarios, porque muchos de los que hoy nos alegramos de su sentido adiós entendemos la política como un servicio público que debe traducirse en una gestión técnica y eficiente en vez de una lucha entre fachas o rojos. La vida tiene muchos más colores y matices que la simplicidad del blanco o del negro y ni el 45 por ciento de los votantes de Madrid son unos radicales de derechas, como aseguró antes de citar su último poema, ni la ciudadanía es tonta, como deslizó antes de abrazarse con sus palmeros.
Sin querer le he dedicado un artículo a Pablo Iglesias, el profesor encendido que se inmoló tras empeñarse en separar en vez de unir, en dar puñetazos en vez de la mano, en poner zancadillas a sus compañeros de equipo en cada carrera de relevos y en acusar a su propio Gobierno de no ser una auténtica democracia. Hoy, nosotros, los que sí creemos que el sistema merece la pena, con sus errores y sus aciertos, aplaudimos la única decisión que le honra y le agradecemos que se corte la coleta, porque verle señalando con el dedo a otros desde un plató es una elección que podremos evitar cambiando de canal y porque de las crisis solamente se sale caminando juntos, desde la lealtad, la honestidad y el talento.
Le recomendaría, ahora que tendrá más tiempo, las mejores series de plataformas de pago, aunque creo que ya las habrá visto todas desde su chalé con piscina propia y personal de servicio. Ya lo dice mi padre: no hay elitista más soberbio y peligroso que un nuevo rico. Espero que disfrute de su sueldo de más de 5.000 euros durante los próximos 14 meses, ese que dijo que eliminaría cuando llegase al poder y del que hoy disfruta como lo que ha terminado siendo: parte de esa casta cuyo término usted mismo acuñó y escupió al cielo.