Aunque renuncié a hacerme la foto de turno para publicarla en redes sociales, del mismo modo que a hacer acto seguido trucos de magia con metales, hoy quiero contarles que ya estoy 100% vacunada. Lo de inmortalizarme aterrada mirando hacia otro lado, mientras le rogaba a la enfermera que me hablase para distraerme, me pareció innecesario y les confieso que mantengo una relación tensa con las cucharas desde que Uri Geller me hizo sentir la única persona incapaz de doblarlas con la mente. Pero, sea como fuere, magnética o no, con chip prodigioso o sin él, esta que les escribe desde el otro lado del teclado es hoy un poquito más libre.
En la lotería del compuesto que me inocularían tuve la suerte de que me tocase la Janssen, esa que promulga Tamara Falcó y que también le han puesto por casualidades de la vida a mi madre. Así que, “osea, ¿sabes?”, en una semana podré enfrentarme con mis propios anticuerpos al puñetero coronavirus.
Desde el lunes canto más alto por las mañanas en mi ducha con mampara de Porcelanosa, que es lo único que tenemos en común la hijísima, su madre y la mía, y les confieso que nunca me había alegrado tanto de ser una cuarentona salerosa, porque gracias a esta pila de años que acumulo he podido someterme ya al pinchazo mágico. De hecho, les confieso que llevo toda la semana más feliz que si hubiesen descubierto un tratamiento efectivo, rápido y seguro para perder diez kilos sin dejar de comer, aunque, en realidad, ¿quién sabe? Puede que uno de los futuros efectos adversos de este antídoto sea licuarnos la grasa, del mismo modo que a algunos les ha deshecho el cerebro y a otros, los menos, la sangre. Bromas aparte, y tras decenas de artículos exigiendo celeridad en el ritmo de vacunación, hoy respiro mucho más tranquila y veo luz al final de este estrecho y claustrofóbico túnel.
Para los negacionistas de turno, a quienes les recomiendo que dejen de leer este artículo y que se pasen mejor a la sección de deportes donde estarán mucho más cómodos, mi optimismo se justifica si tenemos en cuenta que en España ya han muerto 105.000 personas a causa de esta enfermedad, arrojando los peores datos de decesos en nuestro país desde que se tienen registros (en la posguerra y, para ser más exactos, en 1944).
Esta semana hemos sabido que esta pandemia se ha cobrado también un alto precio en términos de esperanza de vida, con cifras que no se daban desde la Segunda Guerra Mundial. Todos ellos son personas con nombres y apellidos; con padres, con hijos, hermanos, abuelos, nietos, primos, parejas y amigos cuyos cientos de miles de corazones hoy están más solos y más tristes que hace dos veranos. Personas con historias, con mucho que aportar y que no se merecían unas despedidas tan inhóspitas y crueles. Independientemente del origen del castigo que ha sido y que sigue siendo esta pandemia, sus secuelas nos acompañarán durante décadas, tanto psicológica como social y económicamente, y no sé si seremos capaces de volver a brindar felices sin comprobar antes cien veces cuál es nuestra copa.
A todos aquellos que todavía dicen que la Covid-19 solo es una gripe más, un invento o una campaña para controlarnos, me gustaría invitarles a leer, que es la mejor medicina para curar la ignorancia y luego, ya si eso, a que se pongan la vacuna porque, total, peor no creo que les dejen y al menos así podrán viajar con un billete solo de ida.