Para la elaboración de un reportaje, la semana pasada estuve hablando con varios comerciantes de Formentera que si bien mostraban su optimismo por cómo estaban yendo las cosas manifestaban también su preocupación por el aumento de casos positivos que se muestra implacable y por la afectación que esto pueda tener en la segunda parte de la temporada. Los números del año pasado son para olvidar, pero lo que pasó es para aprender y recordarlo. La poderosa economía de las islas, que año tras año había ido superando récords, se desmorona por la acción de un bicho microscópico, al que no podemos ver.
Con esa reflexión en la cabeza me subo para La Mola a escribir el reportaje y en una de las curvas me encuentro con un espectáculo surrealista, hasta el punto de que llegué a pensar que estaban grabando una serie o película. Parecía que Valle-Inclán había vuelto a la vida y estaba escribiendo una versión millennial de sus esperpentos. Una veintena de jóvenes, hombres y mujeres, se agolpaban a un lado y otro de la carretera, uno de ellos se puso a cruzar la vía 10 metros antes de mi llegada. Sus indumentarias eran de lo más variopinto, algunas parecían salidas del club de moda y otros de la película de Mad Max.
Obviamente las mascarillas brillaban por su ausencia y la distancia de seguridad más aún.
Sus rostros daban cuenta de que lo que se habían metido era chungo, chungo. Por un momento creí que era yo al que le habían echado burundanga en el café, al visualizar aquella reconstrucción de lo que un día debieron ser las fiestas hippies en las cuevas de La Mola en las que el LSD iba arriba y abajo.
Cuando me recuperé del susto, me encomendé al Ángel de la Guarda de la isla, porque si salvar la temporada depende del ser humano, estamos jodidos.
Suerte.