En esta atípica temporada de verano que estamos viviendo, en la que la pandemia nos sigue azotando, en la que a diario sigue aumentando el número de nuevos contagios y afectados de mayor o menor gravedad, en la que la situación de nuestros hospitales vuelve a ser crítica y en la que han vuelto a dispararse de forma preocupante los índices acumulados por cada cien mil habitantes; no cabe la menor duda que uno de los principales quebraderos de cabeza a los que las administraciones deben hacer frente, es como poner en vereda a todos aquellos que de forma totalmente irresponsable siguen buscando fórmulas de saltarse todas y cada una de las normas de prevención sanitaria vigentes.
La irresponsabilidad y el incivismo vienen marcados por los innumerables botellones que tienen lugar en cualquier punto, el incumplimiento de las normas por parte de determinados locales en cuanto a la actividad que tienen autorizada o la proliferación de fiestas ilegales en casas particulares. Todo ello, no solo pone en serio peligro la salud de la ciudadanía en general, sino que perjudica gravemente a todo el sector del ocio que debe permanecer cerrado.
Para tratar de combatir todos estos actos y controlar con ello la expansión desbocada del coronavirus, las administraciones vienen aprobando un rosario de nuevas restricciones y nuevas normativas, pero por lo que se puede ir viendo día a día poco efecto tienen sobre esos grupos de incívicos.
El pasotismo que demuestran todos aquellos que asisten a esos botellones y fiestas ilegales es insultante y basta ver cualquier informativo en el que se ha podido entrevistar a algunos de los asistentes, para darnos cuenta hasta dónde llega su irresponsabilidad. No atienden a ningún tipo de argumento, ya sea científico o sanitario y el único argumento que pueden esgrimir es la necesidad de diversión después de muchos meses de restricciones. No les importa lo que pueda suceder en sus casas, en sus puestos de trabajo, ni en sus entornos más cercanos.
En ningún caso esas situaciones pueden entenderse como un ejercicio de libertad individual o colectiva, ya que no van más allá de meros actos de libertinaje absurdo e irreflexivo, que solo merecen que se actúe en su contra con la máxima contundencia y a ser posible efectividad. Y precisamente la efectividad, la inmediatez y la contundencia en la aplicación de las medidas aprobadas es lo único que conseguirá que esos desalmados que no piensan más que en ellos mismos, realmente sufran las consecuencias de sus actos execrables.
Toda medida que se apruebe como control de la expansión del coronavirus, ha de ser bienvenida; pero de poco servirán si todos esos grupos de centenares de personas que se reúnen sin ningún tipo de control no se sienten realmente amenazados ya que los reiterados mensajes solicitando el ejercicio de buena voluntad apelando a sus conciencias, no va con ellos. Solo reaccionarán si comprueban de forma fehaciente que las amenazas de sanción dejan de ser avisos más o menos amenazantes, para pasar a ser auténticas realidades.
Por todo ello ya basta de ser condescendientes con la aplicación de las sanciones. Es necesario que estas sean de cuantías que realmente hagan daño y que los receptores de las mismas las empiecen a ver con temor. Pero sobre todo y lo que resultaría más efectivo como elemento disuasorio sería que por parte de las administraciones se tuviera la capacidad de tramitación lo suficientemente rápida para que en ningún caso los infractores pudieran tener la sensación de que por más que se les incoen expedientes nunca llegan a hacerse efectivos.
En materia sanitaria las sanciones nunca pueden ser leves, han de ser sistemáticamente graves y por lo tanto con unas cantidades que realmente duelan; pero por encima de todo los incrédulos, los incívicos y los negacionistas han de verse en la obligación de hacer frente al pago de las multas de forma casi inmediata y para ello quien ha de agilizar la tramitación de una vez por todas, es la administración.