Mi amiga Patricia Orts siempre me decía lo inútiles que eran para ella los minutos de silencio y la celebración de los Días Mundiales de lo que sea. Cada vez que tenía que poner en la escaleta de informativos una pieza sobre alguno de estos dos temas lo repetía con vehemencia en medio de la redacción. Parece que la estoy oyendo. Ayer me acordé de ella, porque en el Día Mundial contra el Cáncer de Mama los medios nos volcamos en hablar de esta enfermedad, que muchos no pueden ni nombrar y para otros, como es mi caso, se ha convertido (muy a mi pesar) en una enfermedad familiar, en el amplio sentido de la palabra. Ya no me da miedo pronunciarla, ni me da miedo mirarla a los ojos.
Cuando a mi hermana Ruth se lo diagnosticaron hace ya tres años fue como si un tren nos arrollase a todas. Una mezcla de no puede ser, miedo, pero por qué a nosotras, miedo, pero no puede ser, miedo, pero venga esto ya verás que lo vamos a superar, miedo. Si te lo detectan a tiempo y tienes suerte, el cáncer de mama ya no mata, pero la travesía por el desierto no te la quita nadie. Y cuando Ruth salía de su Gobi particular llegó el segundo tren. Si ya te han arrollado, el segundo atropello te pilla descompuesto, pero con conocimiento de causa. Alicia lo pasó por fortuna más leve, porque se lo pillaron muy a tiempo, pero igual angustia hasta que tocó aquella campana de la esperanza. Elena y yo vivimos con la Espada de Damocles colgada por un único pelo de crin de caballo, sobre nuestros senos. Todos los días. A todas horas. No. No hay un único día al año para acordarse de determinadas enfermedades. Mi queridísima Amalia también lo sabe. Y Nuria, y tantas y tantas que lo han superado pero que seguirán mirando todas las noches debajo de la cama para comprobar que no hay monstruos.