El insostenible número de políticos y enchufados asesores se traduce en una diarrea legislativa que complica mucho la vida de los que no maman de la teta pública. El resultado de tanta burrocracia es un gasto obsceno que irá todavía a más con la sangrante subida de impuestos en plena crisis –lo único que no sufre es el bienestar de los políticos– y demasiadas leyes absurdas que desembocan en el totalitarismo de la gilipollez.
Así hemos llegado al esperpento de que exijan hablar catalán a los médicos en Baleares, pues el español lo consideran insuficiente para sanar. Explicad eso a un francés o un italiano, en cuyos países también tienen la fortuna de hablar diversas lenguas pero huyen del harakiri tribal y leyes anormales.
Tal imposición lingüística es especialmente grotesca cuando tantas libertades fundamentales se han suprimido con la excusa de la salud. Pero el visionario político baleárico, en su afán por reeducar la sociedad, considera más importante la lengua catalana –el ibicenco o mallorquín para ellos no existe, lo cual no deja de ser chocante en sa nostra terra – que la capacidad médica.
Y, mientras tanto, nuestros demócratas –también la Alemania comunista se autodenominaba democrática, cosas de la corrección política soviética y la perversión del lenguaje – continúan sin dejar fumar en las terrazas de bares y restaurantes. Dicen que lo hacen por nuestra salud y debemos darles las gracias porque, a la hora de tomar una copa, todavía nos permiten emplear la lengua que nos dé la gana. ¿Para cuándo los comisarios orales a la hora del recreo social del vermú?
La calle está frita con tantas leyes inconstitucionales. Y luego los mamones se asombran de que aumenten los garitos y fiestas clandestinas. ¡Por allí resopla la ballena blanca de la rebelión!