La semana pasada nos dejó la estupenda actriz Veronica Forqué. Tuve la oportunidad de conocerla y entrevistarla en diversas ocasiones y en etapas distintas de su trayectoria.
Debajo de su aparente ingenuidad, me encontré siempre con una mujer tremendamente inteligente, amable, cariñosa y con un estupendo sentido del humor.
Nada que ver con la Veronica Forqué que nos mostraban en TVE con su participación en el programa MasterChef. Era evidente que la actriz perdía los papeles con mucha frecuencia y que su estado mental no era bueno.
Convertir las locuras de alguien en un espectáculo televisivo, siendo conscientes de una enfermedad mental, es deleznable. La empresa productora del programa sacaba partido de las alharacas de Forqué en forma de aumento de audiencia y por tanto de ingresos. A lo largo de su trayectoria actoral, Veronica Forqué hizo muchas payasadas, pero todas ellas estaban en un guión y formaban parte de su trabajo, pero las de MasterChef eran propias de una enfermedad mental más que evidente.
Para más inri, el espectáculo tenía lugar en la televisión pública, cuyos directivos permitían que las evidentes idas de olla de Verónica tuviesen una exposición pública. No hace falta ser un profesional de la salud para darse cuenta de que la mujer estaba francamente mal y tuvo que ser ella misma la que decidiese abandonar el concurso.
Sus reacciones frente a las cámaras generaban inmediatamente miles de comentarios en las redes sociales, y en algunos casos eran realmente crueles. Imagino que la lectura de esos vomitorios no ayudó a una mujer acostumbrada a recibir muestras de cariño y respeto por parte del gran público y se vio abruptamente al otro lado. El circo mediático ha acabado fatal y ya no hay marcha atrás, pero es necesario que profesionales y espectadores reflexionemos sobre nuestro papel en situaciones como esta.