La nueva ley turística ha vuelto a poner sobre la mesa el número de plazas turísticas de Formentera, algo que parecía haber quedado claro en el PTI de 2010 y que se aprobó en el pleno en 2019. La isla dispone de casi 4.000 plazas que estaban pendientes de añadir a las 21.000 actuales.
La nueva norma «congela» ahora y durante cuatro años las plazas todavía disponibles, para «dar tiempo a repensar» si es necesario ese crecimiento o puede renunciarse a ellas.
Una isla que debe restringir la entrada de vehículos en verano, que lucha activamente para evitar la saturación en temporada, que quiere establecer límites a las excursiones de un día y no puede asumir la cantidad de ferris diarios que le conectan con el mundo debe pensar en crecer o no crecer. Paradójico. De hecho, la isla está llena de contradicciones. Frente a la saturación y los límites de la temporada, nos encontramos con la desertización del invierno, especialmente en el núcleo urbano de la Mola.
Hace diez años que escogimos las alturas para vivir, por tratarse de un entorno tranquilo incluso en verano, a excepción de los dos días de mercadillo hippie, en los que un cierto bullicio es bienvenido. Al llegar el invierno, la calma se instalaba entre los virots y los tres o incluso cinco bares abiertos no daban abasto atendiendo a los residentes, que convertían las barras en foros de opinión en los que fomentar la amistad. Había vida en la calle. Los vecinos compartían saludos y experiencias, lo cual acababa dando pie a aquellas inolvidables torradas de invierno llenas de risas y buen rollo.
En los últimos años, la Mola tiene un único bar en invierno que cierra más de un mes por vacaciones, sus calles son un páramo y las únicas concentraciones humanas se producen en el súper de Catalina, entre frutas y latas. ¿Se puede hacer una ley para arreglar esto?