Siempre han sido tiempos locos, pero ahora el clima se ha vuelto majareta. Ni siquiera en mis años interno en la dulce y alcohólica Irlanda estuve tantos días seguidos sin sol. Entonces mi cordura mediterránea era salvada gracias a la guinness y el bushmills, alguna pelea deportiva en los campos de rugby, los ojos verdes de la indómita Kira, que a veces me invitaba a un T-bone, y las canciones y poesías de ese romántico pueblo celta que resistía como podía al avance an glocabrón.
Pero tanto tiempo sin sol en Ibiza me ha llevado a buscar otros remedios. Y sin duda el mejor de ellos, con la variada lectura y el ensueño pitiuso del hivern, cuando aúllan los lobos solitarios, ha sido la visita a algunos bares en compañía de buenos amigos o espontáneos que huyen del psicoanalista para verter su diarrea verbal a cambio de un trago.
Ayer fue San Vicente. Y con semejante santo, ya imaginareis que toda la isla estaba de fiesta, pues cada familia cuenta con algún Vicent en casa. Mientras la otra parte de la orilla mediterránea está de Ramadán y aguantan como buenamente pueden hasta que se pone el sol, nosotros devorábamos la sobrasada del sátiro de Benimussa, el gran Vicent de Kantaun, y brindábamos con vino dionisíaco, alegría solar y encanto lunático en el Hostal Marí de Portmany.
Son diferencias culturales derivadas del devenir de la historia, de la batalla de Lepanto donde mandaba el bravo Don Juan de Austria; y también del arrojo y osadía de los corsarios hijos de Ibiza, que a sangre y fuego conquistaron su libertad en un tiempo que Felipe II daba por perdidas las Baleares ante los piratas berberiscos del Gran Turco.
Para que luego digan que la historia no sirve de nada.