Altivo y altanero, con la mirada indirecta apuntando siempre hacia arriba y los zapatos impecables, como si levitase en vez de andar. Una de esas personas que parecen estrenar camisa cada día y que se peinan la raya del pelo con la pericia aprendida desde el parvulario, como canta Zahara, fingiendo desorden, pero sin dejar nada al azar.
Sonrisa fingida y dicción de teatro. Aburridamente guapo.
Me lo imagino sentado en el sofá, con los pies cubiertos por mocasines de terciopelo sobre un mullido taburete de diseño, mientras ojea insolente los periódicos en los que relatan su «gesta». «¿Qué sabrán estos «periodistillas» lo que es un bróker de materias primas?, ¡ellos que no han visto un billete de 500 euros en su vida!, chusma…». Un agua con gas, dos hielos perfectamente cuadrados y una copa de un cristal con un pasado tan incierto como su título de marqués, penden de su mano.
Nunca me han gustado ese tipo de hombres para quienes las clases no tienen nada que ver con aulas y se refieren solo al rancio abolengo. Seres cuyos éxitos se miden por los ceros amasados en sus cuentas corrientes con poco esfuerzo y menos mérito. Tampoco siento lástima por quienes se escudan pasados los 30 en los traumas de su infancia en vez de rebelarse contra ellos para no parecerse nunca a las personas que les hirieron y, mucho menos aun, siento ganas de consolar a los «pobres niños ricos».
En mi casa me enseñaron que las personas son iguales siempre y que deben ser tratadas con idéntica educación y respeto, por eso intento alejarme de quienes comparten otros valores que no comulguen con los míos y no siento curiosidad ni admiración por aquellos cuyos méritos propios son reprobables. Puede que ellos, al carecer de sentido moral, duerman tranquilos sus nueve horas como el protagonista de este artículo, pero, qué quieren que les diga, nunca descansarán con la satisfacción de haber hecho del mundo un lugar realmente más rico.
Demasiado guapo. Modula la voz mientras testifica ante el juez defendiendo su inocencia y afirmando que no siente remordimiento alguno, que lo que hizo era legal y que su profesión es lícita. La realidad es que él y su socio falsificaron contratos de la Cámara de Comercio y se embolsaron 6,6 millones de euros en comisiones para suministrar material sanitario al Ayuntamiento de Madrid en las primeras semanas de la pandemia.
Con su nombre propio como estandarte y único emblema, Luis Medina, el malvado guapo de este cuento, y Alfonso Luceño, cuyo rostro es tan oscuro como su alma, se convertían en caricaturas del «Tío Gilito» bañándose en billetes que caían «pa la saca». Mientras que nosotros llorábamos viendo los informativos y escribíamos para aplacar la frustración, ellos se forraban aprovechando los resquicios de la necesidad y de la crisis para comprarse coches de alta gama y yates.
Mientras que nosotros recaudábamos dinero para comprar material destinado a sanitarios, fuerzas y cuerpos de seguridad o Asociaciones Contra el Cáncer, ellos compartían mensajes en los que se congratulaban de lucrarse a costa de la impotencia y de la frustración de las administraciones. En Ibiza Contigo logramos recaudar 126.000 euros para adquirir y donar material sanitario en las Pitiusas. Una cuantía que salió de los bolsillos de muchísimas personas que desinteresadamente quisieron salvar vidas en vez de engordar las suyas. No saben qué apuestos eran todos.
Creo que el título de este artículo es incorrecto: la gente verdaderamente guapa lo es por dentro, se le transparenta la belleza y se le cuela en la sonrisa, así que vamos a quitarle lo único que tiene al hombre del corazón de hielo, la fama y el porte, y veamos en qué queda.