El regreso del Rey Juan Carlos ha levantado pasiones. Gran bienvenida entre el pueblo que le prefiere en casa y descalificaciones iracundas en algunos medios que permiten comprender cómo se forjó el disparate de la leyenda negra. También declaraciones insultantes, previamente calculadas, de ministros cainitas y lenguaraces del gobierno (mejunje de nacionalistas, socialistas y comunistas de dacha y chacha), orquestadas por un presi cursi, mentiroso y capaz de pactar con el diablo, que se ha ido a devorar cacahuetes a Davos porque en España le abuchean.
Don Juan Carlos ha sido uno de los mejores reyes de la historia de España. Y me alegra que haya regresado a su tierra. Su labor personal fue fundamental para traer la democracia y actual Constitución de forma pacífica, en unos momentos convulsos en que tanto el pueblo, políticos (entonces tenían otra talla) y Fuerzas Armadas se portaron generosamente.
Desbarató el golpe de Estado. Domina con maestría la política del gesto –que llega a todo el mundo de manera más efectiva que cualquier discurso—, y nadie duda que ha sido el mejor embajador de España, logrando apertura de relaciones, prestigio y concordia. Su ya antológico «Por qué no te callas», frenó la diarrea verbal de un tirano y ganó la ovación del mundo libre que no quiere achantarse.
El retorno del Rey pica la perfidia de la mafia monclovita, integrada también por trepas subvencionados con el petróleo chavista. El gobierno exige explicaciones, pero este es un gobierno que ni siquiera debate sus propias traiciones.
El balance del reinado de Juan Carlos I es abrumadoramente positivo. Sus triunfos ganan con mucho a sus errores. Y merece regresar cuando quiera.