A mediados de los años 50, se celebraba en Mónaco una boda de ensueño, en la que los protagonistas eran el príncipe Rainiero y la actriz norteamericana Grace Kelly. Comenzaba así no solo una historia personal sino, y más importante, el ascenso del pequeño principado hasta convertirse en el imperio del glamour. De la mano de Grace Kelly, Rainiero logró lo que le había pedido su amigo Aristóteles Onassis: un matrimonio que permitiera al príncipe poner Mónaco en el centro del lujo y recuperar las arcas públicas. Y lo hizo con creces.
Mónaco fue durante décadas el destino soñado de millones de personas que, a través de los medios, observaban cómo en sus hoteles, casinos y puertos deportivos los más ricos del planeta gastaban sin que les temblara el pulso. Paralelamente, la Administración monaguesca iba construyendo un país-escenario al gusto de quienes invertían en la roca. Puro oropel sin apenas historia, tradición o esencia.
Dicen las malas lenguas que en Can Botino sueñan con convertir Vila en un Mónaco del siglo XXI. Y, visto lo visto, me lo creo. Inmensos yates en el puerto, millas de oro aquí y allá, homogeneización comercial y la esperanza de que un cocinero otomano venda en la ciudad chuletones a 2.400 euros la pieza.
El problema es que nosotros no tenemos ni a Rainiero ni a Grace. Hemos de conformarnos con Paco y Charo. Y esto significa que el oropel es más basto y con menos gusto. Ahí está la Vara de Rey peatonalizada como buen ejemplo de lo que digo. Y mucho me temo que en Isidor Macabich la cosa será aún peor. La transición energética es menos urgente que el cambio de gobierno en esta, a pesar de todo, maravillosa ciudad.