La primera ministra de Finlandia, Sanna Marin, ha sido grabada de farra y se ha visto obligada a pasar un test de drogas. En Laponia son de lo más exagerados en cuestión de danza, tal vez porque nunca tuvieron a las mamachicho. La finesa ha dado negativo en estupefacientes, pero admite haber trasegado alcohol, lo cual es algo de lo más natural en tales latitudes.
¡Ah, si salieran las fotos de las juergas del presi Sánchez en la Mareta, Doñana o la bodeguita de la Moncloa! Pero en España todavía no trascienden tales relajamientos, tal y como pasa en Downing Street, donde el bárbaro Boris invitaba en pleno confinamiento a todo aquel que trajera una botella. (Sí trascendieron los gin-tonics de Armengol pasado el toque de queda, pero la ginebra no llegó al mar.)
Tampoco son motivo de dimisión los escándalos de cama, las continuas mentiras, tesis plagiadas o el falseamiento de ridículums, ni siquiera la negligencia o la corrupción (que todavía se indulta). No, lo cierto es que en España dimitir en la cosa púbica, perdón, quiero decir pública, es como el camello y el ojo de la aguja ante las magníficas tragaderas de mucho fanático de partido y tanto mercenario mediático.
En materias amatorias y danzantes me parece bien la manga ancha. La vieja España todavía es menos puritana y más cachonda que la mayoría de sus socios europeos. Pero si en muchas profesiones realizan test de drogas, ¿por qué no hacerlas también entre la clase dirigente? Se demostraría enseguida que aparte de yonquis del poder y mentirosos patológicos, dependen de muchas otras substancias ilegales. El doctor Sánchez debería dar ejemplo, pero no lo recomendará su comité de expertos.