La parábola del rico y del mendigo nos dice claramente que, inmediatamente después de la muerte, el alma es juzgada por Dios de todos sus actos-juicio particular, - recibiendo el premio o el castigo merecidos.
La Revelación divina es, de por sí, suficiente para que los hombres crean en el más allá. La parábola enseña también la dignidad de toda persona humana por el hecho de serlo. El respecto a esa dignidad lleva consigo la ayuda al desvalido de bienes materiales o espirituales. El rico no fue condenado por sus riquezas, porque abundaba en bienes de la tierra o porque celebrara cada día esplendidos banquetes. No fue condenado por esta razón. Fue condenado porque no ayudó al pobre, - pecado de omisión-, porque ni siquiera cayó en la cuenta de Lázaro, de la persona que se sentaba en su portal y ansiaba las migajas de su mesa.
Jesús en ningún sitio condena la mera posesión de bienes terrenos en cuanto tal. En cambio, pronuncia palabras muy duras contra los que utilizan los bienes egoístamente, sin fijarse en las necesidades de los demás. La parábola del rico y Lázaro debe estar siempre presente en nuestra memoria; debe formarnos la conciencia. El Señor pide apertura hacia los hermanos y hermanas necesitados. No podemos permanecer indiferentes disfrutando de nuestros bienes y libertad si en algún lugar el Lázaro del siglo XXI está en nuestra puerta. Las riquezas y la libertad crean una obligación especial. Los bienes de la tierra, como también los sufrimientos, son efímeros: se acaban con la muerte, y termina el tiempo de prueba. Según el Magisterio de la Iglesia, las almas de todos los que mueren e n gracia de Dios, inmediatamente después de su muerte, o de la purgación los que necesitaren de ella, estarán en el cielo. Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en gracia de Dios constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la Resurrección en el que estas almas se unirán con sus cuerpos (Credo del Pueblo de Dios, nº 28.
Tengamos muy presente las palabras de San Juan Crisóstomo: «Os ruego y os pido y, abrazado a vuestros pies, os suplico que, mientras gocemos de este pequeño respiro de la vida, nos arrepintamos, nos convirtamos, nos hagamos mejores, para que no nos lamentemos inútilmente como aquel rico cuando muramos y el llano no nos traiga remedio alguno. De todos modos, siempre debemos confiar en la misericordia de Dios que es infinita.