El Museo del Prado se inundó con el canto de las aves del paraíso. El milagro sensual se obró gracias al melodioso portuñol de las alegres garotas, cuya estridencia aumentaba escandalosamente a la vista de la escultura del hermafrodita, de las majas y diosas desnudas, de las manzanas doradas que detenían la carrera de la altiva Atalanta, de la irresistible llamada de la boca jugosa de la venenosa Medusa…
En mi escolta brasileña me ayudaba un gran conocedor de la mitología de Eros y Afrodita. Sus lúbricas explicaciones llamaron la atención de los rebaños atados a un guía, que pronto se lanzaron al transfuguismo más descarado para escuchar nuestros carnales puntos de vista.
La situación se tornó picante y vitalmente contagiosa, los abandonados guías se quejaron a los vigilantes. Posiblemente nos llamaron la atención un centenar de veces, pero siempre de forma amable y con sonrisa giocondesca. Las garotas se los metían en un bolsillo y además nuestro recorrido era riente y gozoso. Comprendo el respeto reverencial en la iglesia, pero las salas del Prado que recorríamos eran un templo pagano con los cachondeos, escarceos y otros meneos de una época clásica en que los dioses brindaban con los hombres, se metamorfoseaban para echar una cana al aire, y las radiantes diosas, cuando querían ser generosas, se regalaban a los pastores. La risa y el ardor siempre han atraído sus favores antes que la seriedad del burro que pretende imponer la corrección política, esa asesina del ingenio y la espontaneidad.
Afrodita le ofreció a Paris la posesión de lo inmediato mientras le mostraba la imagen de Helena. Entre la belleza del Prado y el paso de samba de las garotas, uno se imbuía del clásico sentimiento erótico hacía la vida que fluye en eterno milagro.