Eva, Laura y Vanesa iban a la Residencia María Inmaculada. Cuando les pregunté el primer día de clase dónde vivían, mientras buscaba un grupo al que acoplarme, me dijeron que en «Los Cocos». Yo me las imaginé en aquel instante bailando en sus habitaciones compartidas con una faldita hawaiana, mientras respiraba su aroma tropical, pero al instante me explicaron que los chicos de otros centros llamaban así desde tiempos inmemoriales a quienes habitaban aquel oscuro lugar porque, según aseguraban, «solían ser muy feas». El simplismo del apodo me pareció mucho menos evocador que la imagen danzarina y frutal que yo había construido en mi cabeza, así que preferí verlas como musas caribeñas e, incluso, regalé al poco tiempo a Eva una guitarrita de juguete con la que nos deleitó en los cientos de fiestas que organizamos juntas, ataviada con un collar de flores. Nadie defenderá nunca como ella su aguerrido «Mi carro», con aquellas letras improvisadas y cuajadas de apodos con las que tanto nos reíamos.
Me cayeron bien en los primeros 7 segundos de contacto, esos que hacen que alguien entre en tu vida de cabeza o sea imposible entablar una relación, y el hecho de que fuesen de León y de Asturias fue toda la información que necesité para decidir que serían mis amigas durante toda la carrera. Toñín se unió a aquel extraño grupo, en el que más tarde entraron uno de Mieres y otro de Oviedo; Pedro y Héctor. No sé qué ha tenido siempre la gente del norte, que me encanta; tal vez sea su nobleza, su sinceridad o su carácter sano y alegre, pero al final he terminado unida a un leonés de pura cepa. Además, quienes me leen habitualmente ya saben que tengo el súperpoder de ver a la gente por dentro, es decir, que cuando las personas son bonitas detecto cómo se les transparenta esa belleza, y mis asturianos y leoneses, les aseguro, fueron los más guapos de aquella promoción junto con otras personas maravillosas como Lorena y Miriam, aunque fuesen de Valladolid, como les confesaba con sorna. Hoy, reflexionando sobre el hecho de calificar a alguien como poco agraciado físicamente o, incluso, monstruoso, por escoger una residencia u otra, solo puedo sonreír y esperar que las nuevas generaciones hayan evolucionado.
Lo poco que sé de lo que vivieron mis amigas en «Los Cocos» es por ellas: alguna novatada inocente, como obligarles a ir vestidas de forma hortera por la calle, que les pintasen un bigote en la cara con rotulador alguna noche y poco más. Ni comas etílicos, ni humillaciones vejatorias y, ni mucho menos, un grupo de energúmenos gritando, desde sus ventanas, que eran unas ninfómanas o unas conejas que debían salir de su madriguera para ser folladas, como hemos visto estos días en televisión. Estoy segura de que hace 20 años aquello nos hubiese provocado el mismo asco y repulsa que ahora y, sinceramente, me parece muy correcta la difusión de este tipo de comportamientos tan primarios y poco apropiados para personas supuestamente educadas y presumiblemente socializadas, si eso logra erradicarlos. Recuerdo algo de unos tunos cantando bajo la lluvia (nosotras siempre odiamos a esos tipos extraños vestidos de terciopelo) y luego, cuando se mudaron a su piso, que siempre olía a coco, por cierto, lanzamientos de rollos de papel higiénico mojados que entraban volando mientras cenábamos. Nada extraño ni peligroso.
Yo, por mi parte, evité coincidir con ellas en aquella u otra residencia porque, cuando acudí a informarme sobre condiciones y precios, decliné elegantemente que unas monjas me impusieran un toque de queda a las nueve o diez de la noche con casi 20 años o que me obligasen a ir a misa diariamente. Las opciones eran pocas, caras y malas, y la comida deleznable, así que me mudé con dos conocidas a un piso en el que descubrí que vivir sola no era tan divertido como pensaba, que la casa no se limpiaba sola y que la convivencia era más difícil que las asignaturas de la carrera, pero esa, esa es otra historia.
Hoy vuelvo a Valladolid y a aquellos días transportada por los informativos para decirles que no, que ni ayer ni hoy deben normalizarse los insultos ni vestir de tradiciones las vejaciones, y que los cocos, señores, deberían ser siempre nada más y nada menos que frutas.