La liturgia de la Palabra nos habla del Juicio final y que es necesario vivir preparados con una vida cristiana y santa. Nadie sabe el día ni la hora en que seremos juzgados, pero como decimos en el Credo: Jesús ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Por tanto, se trata de una verdad de Fe. Precederá al Juicio universal signos y prodigios; habrá guerras, revoluciones y cataclismos sísmicos, epidemias, cosas que han acontecido a través de la historia de la humanidad. Pero esto no significa que el fin del mundo sea algo inmediato.
Primeramente, el Señor nos predice que tendrá lugar la destrucción del Templo de Jerusalén, que fue realidad por los ejércitos de Tito, el año setenta de nuestra era.
Al final del mundo ocurrirá la Parusía, o sea la segunda venida de Jesucristo al mundo, lleno de poder y majestad. Como un pastor separa las ovejas de las cabras, serán separados los buenos de los malos. El Rey (Jesús) dirá a los buenos: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros; por el contrario, la sentencia de condenación para los malos será: Id, malditos, al fuego eterno. En el Juicio se nos examinará sobre el amor, dice San Juan de la Cruz. Cierto autor escribía: no temo a la muerte, pero sí me impacta el pensar que tendrá que pasar por la «aduana». En cambio, es Santa Catalina de Siena la que afirma: yo no temo al juicio porque sé que el que me ha de juzgar es Jesucristo a quien tanto amo, y que por amor sacrifiqué mi propia vida. Donde haya amor no puede haber ningún miedo. Santa Teresa de Jesús: «Tan alta vida espero que muero porque no muero».