El Evangelio nos habla de San Juan Bautista, el cual en el desierto de Judea nos exhorta a la penitencia. El precursor del Señor desea que estemos preparados para recibir la inminente llegada del Mesías. El terreno, en el que crece la penitencia, es la humildad. Todo hombre debe reconocer sinceramente que es pecador. Realmente toda persona es una incesante rectificación de su conducta. Con la venida de Jesucristo, esa conversión y penitencia se hace absolutamente necesaria. Que Cristo haya cargado con nuestros pecados, y padecido por nosotros no exime, sino que exige de cada uno una conversión verdadera.
San Juan Bautista no solo predicó la penitencia y conversión, sino que, además, exhortaba a someterse al rito de su bautismo. El Precursor del Señor, con sus palabras y con su vida santa, preparó la venida del Mesías que ya estaba junto al grupo que esperaban recibir el bautismo. En el río Jordán el bautismo de penitencia no producía la justificación, mientras que el Bautismo cristiano es el sacramento de iniciación que perdona los pecados y da la gracia santificante. El Bautismo que nosotros hemos recibido es de tal valor que nos hizo hijos de Dios y miembros de la Iglesia. Por estar bautizados debemos dar muchas gracias a Dios y a nuestros padres.
San Juan Bautista se resistía razonablemente a bautizarlo. No era necesario que Jesús, que es la misma santidad, se bautizara, pero el Señor quiso, como uno de tantos, ponerse a la cola, para que Juan lo bautizara. El Señor quiso someterse a este bautismo antes de inaugurar su predicación.