El otro día piqué a instancias de un amigo que sabe mucho de conciertos pero no tiene idea de rancho. Fuimos a uno de esos garitos-franquicia donde te dan una comida sin sabor ni gracia alguna, preparada en alguna cocina central allende los mares; una cosa aséptica propia de un avión o un tren, donde burlan a los pasajeros que no han tenido la precaución de portar un picnic. Por supuesto los precios estaban por las nubes y la cuenta te dejaba al pie de los raíles, pero al menos había buenas vistas, el vino de la casa era decente (algo fundamental), los camareros eran eficientes y no recibían con el atroz «¡Hola, chicos!», y nuestra conversación versó sobre el talento y la belleza de la nueva hornada de pianistas orientales que hubieran evitado que Franz Liszt se metiera a monje.
En mi experiencia gastronómica isleña debo reconocer que son los garitos que ofertan buena cocina pitiusa los que prefiero. Suelen ser más honrados con el producto y están exentos de cursilería. El resto, en su mayoría, son atracciones turísticas para un tipo de gente que o bien nunca comió a gusto en su casa o les da igual lo que devoren mientras satisfagan un hambre atávica o la vanidad de ser vistos.
In illo tempore existían oasis como Ca na Joana, Sausalito, los bigotes gallegos de Amadeo, el San Telmo de Yvonne, el Casi Todo de Anne..., en cuyos fogones actuaban forasteros de magnífico talento culinario, sin la necesidad de crear abyectas fusiones para encandilar a comisarios Michelin o tristes turistas en busca de malas digestiones. Algo cada vez más raro aunque haya lunáticas excepciones, pues abundan fuegos de artificio a precios tan indecentes como la comida que ofrecen. Sobre los gustos mucho está escrito...