Yo pienso que Francina Armengol va a ganar las próximas elecciones autonómicas, de aquí a seis meses. A día de hoy, es inimaginable otro resultado. Si no más, seguirá en el cargo por costumbre, porque ya es parte del decorado. Pese a ello, tengo la impresión de que ella está convencida de su derrota. Quien dice ‘ella' dice ‘los suyos', porque no creo que ella decida todo lo que le afecta, ni siquiera sobre su imagen pública.
¿Por qué me da la impresión de que Armengol cree que va a perder? No por lo que dice explícitamente sino por lo que indican sus conductas, sus decisiones, sus prioridades. Hoy, cuando la palabra es empleada prioritariamente para ocultar la verdad, entender el entorno, sobre todo el político, exige explorar el lenguaje implícito, connotado; lo que no se dice pero se sobrentiende. De manera que yo descifro a la Armengol que diariamente nos hace un nuevo regalo de dinero, que promete lo que nadie pide, que nos obsequia con más inversiones virtuales, como a una víctima del nerviosismo y la inseguridad.
¿Cómo explicar, si no, la sucesión de ayudas a los viajeros del tren, a los del bus, a los que alquilan, a los que van a la guardería, a los que cuidan personas mayores, a los que estudian en la universidad, a los que tienen niños en edad escolar? ¿Qué sensación trasmite al ciudadano desempolvar por enésima vez el proyecto de viviendas en Son Busquets, el tranvía o tren de Manacor a Artà, o la Reserva de Inversiones del Régimen Especial? ¿Para qué hablar de cambio de modelo económico, cuando estamos como en los noventa, cuando había que traer barcos al puerto para alojar al overbooking? Y, sobre todo, ¿para qué volver a ofrecer el tranvía al aeropuerto, con itinerario, paradas y un despliegue mediático que por poco nos cuesta más caro que las obras?
Quien actúa así, quien lanza cada día una nueva promesa, quien da la imagen de que está echando la casa por la ventana, también está diciendo que tiene miedo a perder. Y eso es horrible. Sobre todo porque el votante de hoy está de vuelta de todo. Yo le recordaría a Armengol que Matas siempre perdió las elecciones teniendo el presupuesto a su disposición para regalarlo todo; en cambio, ganó cuando sólo hacía las tímidas y verosímiles promesas al alcance del que no tiene el poder.
Yo creo que sin todos estos dispendios exagerados, Armengol debería ganar las elecciones fácilmente. Es verdad que durante su mandato no ha hecho nada digno de ser recordado, pero tampoco ha hecho nada que los votantes maldigan. Como mucho algunas frases incisivas que acaban diluyéndose como un azucarillo; algunas declaraciones que se quedan en eso, titulares de periódico. ¿Alguien ha visto a un rico en Baleares mínimamente preocupado por lo que está haciendo Armengol? La votarán a ella antes que a la derecha porque, por lo menos, controla a los minoritarios, de quienes nos ha mostrado que les bastaba un coche oficial para quedarse tranquilos. Lo de siempre, lo único posible: mantener el retroceso lento y constante, porque todo cambio genera enemigos y eso hace perder votos.
Por lo tanto, Armengol administra bien la mediocridad, con un maquillaje más social que hace más llevadero el sopor. Maquillaje, únicamente. Es decir que Armengol tiene todas las de ganar. No hay nadie contento, pero muchísimo más importante, tampoco hay nadie enfadado –los de Vox y Més no cuentan, porque pase lo que pase su voto es inalterable.
Y si va a ganar, ¿por qué meterse en estos líos que producen una imagen tan sospechosa?
Miren este ejemplo de lo que es un estadista: en su última campaña electoral, Tony Blair, el líder laborista inglés, vivió un terremoto social. Apenas dos semanas antes de ir a las urnas, quebró la fábrica de coches British Leyland, estatal, cuyos empleados eran mayoritariamente votantes de su partido. La prensa pensó que la victoria de Blair se había complicado. Tras dos días, Blair compareció ante los medios para decir que «si Leyland no sabe hacer coches que los ingleses quieran comprar, probablemente es que merece cerrar». Al no mostrar pánico alguno, Blair le estaba diciendo a la sociedad que él era un ganador y que un ganador convence pero no cambia su rumbo por un hecho como este. Tal fue su poder de convicción que ganó incluso en el distrito en el que vivían los empleados de la fábrica, al sur de Birmingham.
Yo creo que hoy Armengol debería estar a este nivel: tras dos legislaturas en el poder, no debería actuar como una desesperada buscadora de votos, tirando de dinero público para pagar lo que haga falta, sino como una estadista madura, reflexiva, que ofrezca la imagen de una vencedora que sabe lo que hace.