El espléndido asado de una rubia gallega y la juerga a continuación en la gozosa campiña pitiusa impidieron mi asistencia al concierto del tenor Juan Carlos Rodríguez Tur. Cosas que pasan en el primer día del año, cuando tantos planes se difuminan entre los vapores del vino. En descarga fetichista alego a lo Henry Miller: Leí cinco divinos pies (descubrí características egipcias, fenicias, griegas, turcas y romanas) que, entre sus coquetas variaciones semitas o indoeuropeas, eran obras de arte que hubieran entusiasmado a Praxíteles; bailé la rumba a lo derviche, acepté el reto de una maravillosa bambina e hice el pino apoyado en una palmera solitaria, y, como de costumbre, fui placenteramente burlado a la luz de la luna.
Sé que Juan Carlos me perdona, pues tiene duende gitano y sabe que soy un tenor tabernario que sigue la magia del momento. Su próximo concierto no me lo pierdo. Amo el bel canto, los mariachis, el calypso y los boleros que entono tanto en la ducha como en la copa de una encina dorada.
También he declinado alguna invitación al Concierto de año Nuevo de Viena. Pero esas me importaban menos y además sabía que mi asistencia matutina sería del todo imposible. A ritmo de vals se conjura muy bien la resaca, pero hay que danzar, y no quería sentarme en un teatro atiborrado de durmientes nipones que solo se desperezan cuando baten palmadas de foca a la marcha Radetzky. Aunque depende mucho del director de orquesta. Karajan o Baremboim siempre elevaban, pero los responsables a veces se empeñan en contratar a un conductor frío cual besugo.
Una cosa es segura: Quien canta los males espanta.