Presencié la cabalgata de los Reyes Magos desde la atalaya alcohólica del bar Costa. Me puse en pie y brindé como buen católico pagano mientras niños de todas las edades (cuando se es joven, se es para toda la vida) gateaban tras los caramelos. La noche era azul y lunática y en casa ya había dejado a los Magos copas de coñac, hierbas y ron cubano.
Cuando regresé con la aurora de rosáceos dedos que cantaba Homero tanto como a la mar color de vino en que gusto bañarme, los licores se habían evaporado, dejando a cambio maravillosos regalos y alguna que otra gigantesca deposición de un camello dipsómano que prefirió beber chinchón (el de tapón morado es capaz de tumbar al mexicano más macho) haciendo caso omiso al cubo de agua.
El chinchón resultó ser un caballo de Troya y la resaca fue del doce en la escala Richter, así que deambulé por las animadas casetas navideñas de San Antonio como un giróvago sumergido en un espejismo púnico con ramalazos bávaros. Los remedios habitualmente infalibles (bloody mary, huevos fritos con sobrasada, botella de champagne, zambullida marina, piruetas de ball pagès, hanky panky, volteretas circenses entre matas de romero, etcétera), resultaron ineficaces hasta que paré en la caseta de Xicu Linares para abrevar una cerveza helada y pude probar las fabulosas croquetas de su madre. ¡Ah, querida Lina, esas croquetas son milagrosas, como todo lo que se hace con amore! Solo entonces calmaron los tambores de Little Big Horn y mi cabeza recobró olímpica serenidad, de nuevo en sintonía vital con la eterna corriente del milagro continuo en que cabalgamos.