Los pezones han salido a la calle para reivindicar su sitio, su libertad y su naturalidad. Mientras que los hombres los lucen con total normalidad y no sienten la censura sobre sus apéndices yermos, los nuestros, los que sirven de sustento a nuestras crías y alimentan sus deseos más oscuros, son censurados en redes sociales y televisiones. Algo tan inocente como la forma en la que los arruga el frío provoca sensaciones distintas entre ambos sexos y aunque en Ibiza vemos cómo muchos entran en tiendas, transporte público o pasean sin camiseta por nuestras calles luciendo sus protuberancias al sol, nosotras estaríamos faltando al decoro y provocando su lujuria en el caso de hacer lo mismo. No hablamos ahora de educación, ni de normas de corrección tácitas, ni de si una ministra debe prescindir o no de sujetador en un acto público permitiendo entrever sus afilados salientes bajo el jersey, sino de que ese hecho provoque más artículos que sus palabras o hechos.
Los sujetadores son instrumentos de tortura, y quien me niegue que lo primero que hace al llegar a casa es deshacerse de tacones, fajas y corsés con la rapidez de un ninja es que tiene tan interiorizado el uso de estas prendas compresoras que ya ni siente ni padece. Si bien es cierto que muchos de estos elementos son hoy más cómodos y menos hirientes que hace tan solo unas décadas, la verdad es que en nuestro día a día nosotras, las mujeres occidentales, las del primer mundo, nosotras, las que somos iguales a los hombres y tenemos los mismos derechos y deberes, sentimos todavía el yugo de la presión de milenios de sometimiento en cada zancada. Somos también conscientes de la suerte que tenemos y de que en otros rincones del globo terráqueo nuestras contemporáneas son maltratadas de forma sistemática por costumbre, imposición social e, incluso, por ley.
En países como Camerún las niñas son golpeadas en los senos al comienzo de su desarrollo con piedras calientes para planchárselos y evitar así que inciten a los varones e inicien precozmente su vida sexual. Naciones Unidas lo ha calificado como una de las cinco violencias contra la mujer menos documentadas del mundo y sus informes indican que cerca de 3,8 millones de adolescentes africanas han sufrido esta práctica. Estirar sus cuellos con collares que deforman su estructura ósea en Birmania, reducir el tamaño de sus pies con dolorosos vendajes en China, engordarlas en Mauritania hasta deformar sus cuerpos, lapidarlas, golpearlas, cubrirlas y despojarlas de todos sus derechos en Nigeria, Somalia, Indonesia e Irán o mutilar sus genitales, son algunas de las prácticas que todavía hoy se realizan a diario a niñas y mujeres de todas las edades.
Por eso, que Ione Belarra luzca sus pezones en un cariñoso abrazo con su homóloga Irene Montero, no me produce más reparo que la falta de coherencia de sus palabras. Me rechina más su desconocimiento de la ortografía en sus tweets o su falta de bagaje y de conocimientos para ocupar un puesto como el que ostenta, por designación directa y sin haber sido votada ni haber obtenido su puesto por ningún mérito. Su falta de humildad, su incapacidad para negociar, para buscar el bien común, el de los votantes de su partido, pero también el de quienes no comulgamos con su credo, su torpeza para pedir perdón, para rectificar y para escuchar o su inhabilidad para dejar de sesgar entre feministas de primera y de segunda, según sus propias reglas, me roza mucho más que lo hirsuto de sus glándulas mamarias. Al final nuestros pechos no son más que una parte natural de nuestro cuerpo, y que una ministra no respete el protocolo y el buen gusto que se presumen en su cargo, me afecta menos que sentirme gobernada por niños de colegio.
Por cierto, en la mayoría de las tribus las mujeres solo se cubrían los genitales, del mismo modo que los hombres, y han sido históricamente ellos quienes les han dado más importancia de la que tienen. Enseñen si quieren sus pezones, señoras, que para eso son suyos y solamente suyos, pero levanten otras banderas que tengan más valor y significado.