El poema 20 de Neruda, al que yo siempre he llamado «Noche estrellada», desgrana la historia de un amor extinto que resplandece como una estrella apagada en el cielo de los corazones rotos. Sus versos relatan que «la misma noche que hace blanquear los mismos árboles, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos» y puede que sea verdad, que aquellos niños locos de pasión y con la tripa cuajada de mariposas, estén hoy en otra línea temporal de nuestra leyenda o de nuestro tiempo, pero yo todavía me reconozco en la joven que amó, en la mujer que lloró hasta sentir secarse sus ojos y en la que hoy les escribe jurándoles que repetiría de nuevo cada error y cada acierto. Me reconozco en la que hoy, varias temporadas después, todavía mira al cielo y ama.
Memoricé cada una de las palabras de ese poema 20 cuando estaba todavía en el instituto, las transcribí en mi carpeta y se las dediqué a mi primer amor en nuestro primer amago de ruptura. Aquel primer todo, ese que con 17 años creía que sería el último, y que se quedó en la primera parte de este partido que es la vida, es hoy un amigo fantasma, de esos que te recuerdan quién querías ser y en qué juraste que nunca te convertirías. Él, como Neruda, siempre supo que las primeras veces son las más hermosas, pero también las más fugaces y que, como los astros del firmamento, nuestro viaje continuaría surcando los cielos en direcciones separadas. Yo, cuando miro hacia atrás y recuerdo su estela, o la nuestra, todavía sonrío porqué aquellos ojos que miraban el firmamento asidos a otra mirada, siguen buscando su Norte con idéntica alegría e inocencia.
La diferencia entre ella, la chica protagonista del poema, y yo, es que a mi edad ya no quiero escribir ni que me escriban versos tristes y que, si hoy tiritan, azules, los astros a lo lejos, mientras el viento de la noche gira en el cielo y canta, intentaré entonar esa música a su lado inventándome la melodía, si es preciso. Es curioso que cuando nuestros cuerpos están verdes y prietos anhelemos sufrir por amor, creyendo que es preciso sentirlo de una manera tan intensa que duele, y que no sea hasta que las carnes se nos descuelgan y las sonrisas se nos arrugan cuando aprendamos a acariciarlo lento y a componerle más caricias que apenados versos.
En los últimos fines de semana han venido a visitarme varios amigos de esos que llevan a mi lado 20 años, sin la necesidad de llamarnos cada día ni de recordarnos cuánto nos queremos, pero que, como Fray Luis de León cuando salió de la cárcel y retomó sus clases en la Universidad de Salamanca, recrean siempre ese «donde lo dejamos ayer, con la cercanía de la amistad sincera, pura e indivisible. Con ellos, como con los grandes amores, las noches son más inmensas y estrelladas y los versos caen al alma como el pasto al rocío, pero no para provocar lágrimas, sino para alimentarnos el espíritu. Con los años, los amigos, como el amor, crecen y se nos funden en las entrañas para hacernos sentir más grandes y más vivos.
Si damos la vuelta al poema 20, el que a esa misma edad era una realidad hiriente pero que hoy es solo una canción añeja, leeremos entre líneas que ya no importa que nuestro amor no pudiese guardarles, porque la noche está estrellada y a lo lejos alguien canta, a lo lejos.
Solamente hay que cambiarle el final, ponerle un corazón contento, agradecer el haber vivido, el haber sentido y amado, y seguir haciéndolo, como si la metamorfosis de esas mariposas que nos tragamos no hubiese cambiado y simplemente quisieran volver a volar a nuestro lado.
Amigos, nosotros, los de entonces, sí somos los mismos, solo que un poquito más mayores, más sabios y más aprendidos.