El templo profano de San Mateu es Ses Casetes, donde el peregrino celebra la buena mesa. Marga le ha dado un toque coqueto y floral, y Vicente lleva su propio azafrán a la cocina. El resultado es gozoso oasis, baluarte corsario, refugio sabroso de los hartos del timo de fusión estándar que invade comercialmente la isla como una razzia berberisca. Y debo confesar que el arroz de matanzas fue de antología. Lo hicieron a mi gusto, sin mentiroso colorante pero con afrodisiaco azafrán, y el vino corría como un maná, alentando la buena conversación mientras sonaba la música de una lluvia bendita.
Actualmente el pueblo de San Mateo está de obras, ojalá sean para bien. El urbanismo armonioso es una asignatura pendiente de los ayuntamientos de toda España. En Madrid Tita Thyssen logró parar los desmanes faraónicos de Ruiz Gallardón encadenándose a un árbol, pero nadie paró al Ruiz de Vila en su atroz reforma de Vara de Rey. El susto-gusto municipal es peligroso. Con los tremendos impuestos que recaudan, los alcaldes se pirran por hacer obras, habitualmente las menos necesarias, que aplanan el paisaje tanto como el espíritu. Pero confío que el obispo Vicente, capaz de hacer un feligrés del lobo feroz Rodrigo Monreal, vigile que las obras se hagan con buen sentido y estética.
Si Aníbal gozó de las delicias de Capua, por poco no me quedé yo a dormir en Ses Casetes. Cuando salí a la noche entoné una oración a María y grité un Uc que resonó por todo Es Amunts.