Llevo dos semanas con la canción de Rigoberta Bandini, «Ay Mamá», bailándome en la cabeza cada vez que pienso la mía; cuando abro un bote de sus conservas, cuando sigo sus consejos sabios, cuando recreo su manera de reconducir el ego de esta hija engreída, sin reproches ni malos gestos, o cuando evoco ese día en el que nos sacamos juntas y por primera vez las tetas en una playa de Ibiza, al más puro estilo Delacroix.
Al albor de esta banda sonora, mi teléfono, que me escucha a hurtadillas y parece estar cansado de que ponga en bucle las mismas canciones, me ha ofrecido varias listas musicales sacándose de la manga «Ese que me dio la vida», de Alejandro Sanz. Hacía mucho que no repasaba sus frases honestas y certeras, donde el autor le canta a su padre: «Imagino que engordaste, para que el alma te entrase. Imagino que tus canas son recuerdos de tus Bodas de Plata». Los mismos versos que le canté yo al mío en el 25 aniversario de su boda, en su 70 cumpleaños y en sus recientes Bodas de Oro, con «su sonrisa de medio lao» acariciándome el alma. Mientras coreaba en el coche al maestro con un falsete forzado, emulando a Amaia Montero, he sido consciente de lo que quería decir y de su manera de ensalzar sus silencios, sus sumas, su respeto, apoyo y cobijo. Al final me he callado y me he muerto de pena al pensar que hay quienes pretenden hacernos elegir entre papá o mamá, y amenazan, incluso, con robarles este domingo de besos.
La sociedad crece, evoluciona, es más completa e integradora y eso es maravilloso, pero que hoy convivan varios tipos de familias no tiene por qué erradicar de un plumazo fechas como este Día del Padre, porque quienes tenemos la suerte de tener a nuestros progenitores vivitos y coleando y queremos celebrar esa fortuna a su lado o en la distancia, no tenemos por qué hacernos a un lado. Les decía el domingo pasado que vengo de una familia donde mis padres han sido dos 50 por ciento. Una tribu en la que no había distinciones de educación ni de oportunidades entre hijos o hijas y donde el respeto, el amor y los valores han sido nuestro pan de cada día.
Mi hermano me decía hoy, con tristeza, que a veces siente que tiene que pedir perdón por el hecho de ser un hombre, y eso que es él quien ha pedido en su pareja la jornada reducida para cuidar de sus hijos, llevarlos a tantas actividades extraescolares que no he sido capaz de memorizar su agenda, y seguir la estela del increíble señor Monsalve. ¿De verdad nuestras libertades necesitan atentar contra otras? Hoy, lo que celebramos no es otra cosa que la fiesta de la vida y el agradecimiento a los grandes hombres que nos han permitido convertirnos en mujeres autónomas, seguras y felices, así que a mí no van a impedirme regalarle al mío un buen vino y recordarle cuánto le quiero.
Ay, Mamá, ¿hasta dónde nos llevará esta corriente del falso buenismo y de lo políticamente correcto, que no es sino una censura velada para que pensemos todos igual, exactamente como ellos? ¿Y si yo hoy lo veo todo en blanco y negro y no me apetece vestirme de colores? ¿Qué pasa si provengo de una familia tradicional, formada por un hombre y una mujer heterosexuales y monógamos, que ha tenido tres hijos que comparten sus mismos gustos sexuales y que han decido formar tres nuevas familias en idénticos términos? Tengo amigos gais, lesbianas, bisexuales, poliamorosos, monoparentales con y sin descendencia, que hoy también quieren reconocer a sus padres que sean esos amigos que les dieron la vida y que no tienen suficientes días en sus calendarios para agradecerles tanto amor, esfuerzo y entrega. A mí no me hagan elegir entre papá o mamá, de quien, por cierto, hoy es, además, el santo, porque los dos me han dado mucho más que la vida: me han enseñado a leerla y a escoger cómo vivirla.
Feliz Día a todos los grandes padres del universo y siéntanse soberanos de no celebrarlo si no lo desean o si, en su caso, no procede, del mismo modo que yo hago uso de esa misma libertad que me dieron los míos.