Me dicen mis fuentes británicas que en Buckingham Palace están en alerta por si aparece el tortuoso ministro Bolaños. En tal caso podrían invitarle a una botella de Gordon´s, y un sándwich de pepino, por eso de evitar un incidente diplomático, pero que en cualquier caso no pasaría más allá de las tiendas de campaña donde duermen los fervorosos monárquicos del pueblo inglés.
Ignoro lo que Charles III tiene planeado, pero me gusta recordar que la primera orden que dio su bisabuelo Edward VII en su coronación fue un amable permiso: «Gentlemen, you may smoke».
Atrás quedaron los días de severa prohibición tabaquera de la época victoriana en que un embajador galo, para poder fumar en su habitación, se echaba al suelo, ponía la cabeza en la chimenea y arrojaba el humo por el cañón para no molestar a su graciosa majestad.
El escritor Andre Maurois señala que Eduardo tenía la natural benevolencia del bon vivant que, amante de la existencia, desea no verla perturbada por el mal humor de los descontentos. Mientras que el puritano envidia las alegrías sencillas de los otros y trata de doblegarlas ante su propia amargura, el voluptuoso desea verlas, como él, gozar de una existencia que le place. Pensaba que dos hombres de sentido común, fumando buenos puros y bebiendo una copa en cómodos sillones, pueden entenderse siempre sobre cualquier cosa. Pasó a la historia como «El Pacificador» y por agrandar las bañeras para hacer el amor a sus queridas. A su muerte estallaría la estúpida Gran Guerra que acabó con el mundo de ayer de Stephan Zweig. Pero Bolaños es demasiado puritano y no entiende semejantes sutilezas.