La persona más joven que conozco es un diseñador llamado Luis Ferrer. No es necesario entrar a difundir los años que curvan su osamenta, porque sus ojos siempre muestran al niño libre y pícaro que los habita tras sus delicadas arrugas risueñas. Un café, una conversación o un encuentro casual a su lado, me sirven para recordar que el concepto de juventud es un estado de ánimo y que su forma de concebir la vida, bañándose en pelotas todo el año junto con sus amigas del alma como deporte, recorriendo el mundo de la mano de su compañero de batallas o creando los vestidos más maravillosos de mi armario, y del de miles de mujeres, son el secreto compartido para mantenerse feliz, pleno y lozano. Enfundada en sus trajes, con cola incluida, he presentado eventos ante más de 600 personas, he quemado las noches de Madrid en despedidas de soltera que duraron día y medio, y he ido a la playa enlazando 16 horas de sol y de estrellas con tan solo cambiarme de calzado y de barra de labios. Ambos quedamos menos de lo que debiésemos, siempre por mi culpa, pero nos profesamos una amistad y admiración honestas. A él le debo haberme sentido capaz de escribir mi primer libro, ya que la mayoría de las anécdotas, historias y alma que sus letras encarnan tienen su aroma, y él es también uno de los ejemplos del tipo de persona en la que quiero convertirme: alguien feliz, sincero y en paz con el mundo.
Les hablo de Luis, que en el fondo se llama José, pero que se cambió el nombre de niño porque en su clase había demasiados «Pepes», porque estos días lo he evocado veces. Y no lo he hecho para hablar de números, sino de sensaciones. Así, el viernes, en las I Jornadas Audiovisuales organizadas por el Departamento de Desarrollo y Promoción Artística de la Escola d´Arts de Ibiza, sus algodones, guipures y enseñanzas estuvieron muy presentes. Allí coincidimos Manu Gon y yo, compartiendo micrófono y experiencias con los alumnos de la asignatura de Cultura Audiovisual, viendo en sus futuros prometedores lo mismo que un día otros vieron en los nuestros y, sin remedio, él se paseó guasón por mi cabeza susurrándome: «recuerda que los más jóvenes de esta sala somos nosotros».
«¿No creéis que los medios de comunicación nos olvidan y no crean contenidos que nos interesen, importen o aporten?», preguntaban incisivas sus moderadoras, seguras de sí mismas, empoderadas y con un guion sólido y bien preparado. Mi respuesta puede que les descolocara, pero en ese momento me puse la súper capa de Adlib de mi Luis Ferrer y les respondí que jóvenes somos todas las personas con capacidad para seguir aprendiendo y para cambiar de opinión, si nuestros juicios de valor o conocimientos son puestos en entredicho. Jóvenes somos quienes mantenemos las ganas de seguir paseando por la vida de la mano de maestros y quienes no hemos claudicado a esas frases manidas de «yo soy así», «esto es lo que hay» o «yo soy de otra época y punto». Jóvenes somos quienes creemos que el mundo puede cambiar y que cada esfuerzo para hacerlo merece la pena.
Yo escribo para los jóvenes, por supuesto, porque para mí ese rango no lo marca una horquilla entre los 14 y los 24 años, como sentencia la Unesco, o hasta los 30, como dictan bancos o instituciones, sino una filosofía y una manera de defender que la senectud o madurez son sinónimos de vejez y que nosotros seguiremos siendo fuertes, valiosos y nuevos (aunque nos tilden de vintage) mientras tengamos la capacidad de despertar y de sorprender a alguien.
"En este artículo me dirijo a Marian y a Susana, las culpables de sentarnos ante ese foro en el que la única cosa que nos diferenciaba de las personas que nos escuchaban atentas y cómplices era nuestra experiencia. Nosotros, con algo más de paz y menos hormonas, más leídos, más viajados y maleados por los vientos y ellos más limpios, más abiertos y menos cargados de dolores y de miedos, pero, al final, iguales y sinceros. Seremos eternamente jóvenes mientras sepamos, como Luis, navegar hasta el país de «Nunca jamás» aprovechando los mejores vientos."