En casa tenemos una maravillosa relación con el alcohol. De la cuna a la sepultura y más allá, una buena copa siempre acompaña. Por algo los griegos consideraban al vino como el mayor de los regalos divinos y el Cristianismo lo consagra. Es curioso que alcohol sea una palabra árabe que hace referencia al Espíritu Sanador: desarrollaron el alambique que luego fue perfeccionado por los alquimistas Ramón Llull y Arnau de Vilanova, que ofrecieron a nuestra cultura una piedra líquida filosofal –eau de vie, agua de vida-- que desembocó en plataforma etílica para el luminoso Renacimiento.
Cierta educación es necesaria para beber bien, ser consciente del hándicap alcohólico para afinar sensibilidad y no abotagarse. Y si las iglesias son nuestros templos sagrados –y en Ibiza siempre se ha rezado al lado de defensivos cañones, iglesias-fortaleza de inmensa poesía—, justo enfrente tenemos al templo profano que es el bar, que también es baza ganadora contra los fanáticos totalitaristas que pretenden limitar nuestro corazón.
En el bar se charla, filosofa, fraterniza, conoces diversas gentes y opiniones, hay más cortesía que en el congreso emputecido y, para muchos dipsómanos y también tolerantes abstemios, es un verdadero hogar.
Y tanto en casa como de ronda por los bares brindo por mi padre, Javier, con maravillosos amigos. Y mañana iremos a la Iglesia de San Antonio de Portmany, a las seis y media de la tarde, a orar por un gran señor muy querido, un coloso de tierno corazón, marino, jinete, cazador y pescador, cuya ronda de bares siempre tuvo un carácter homérico.