Como el peregrino anhelante de iluminación busca Shangri-La entre las nieves eternas de los Himalayas, escalé el Puig de San Miguel y encontré refugio en el oasis de Can Xicu. Allí me recibió la suma sacerdotisa, Tita Planells, que bien podría ser la Salambó que custodia el velo de Tanit: al.lota pitiusa y ninfa púnica, con mirada chispeante y genio de armas tomar, pero también con esa dulzura ibicenca –noble cortesía antigua— que es bálsamo espiritual para el viajero de sangrante corazón.
Como la madre que sabe leer en los ojos del niño que todavía no sabe hablar, Tita percibió mi zozobra y preparó un gin-tonic de Xoriguer. ¡Ah, que copa tan esplendorosa! Ni siquiera en el Dry barcelonés, el Rafflges de Singapur o el bar Hemingway del Ritz parisino supieron mezclarlo con la mágica alquimia de Tita. El gin era resinoso como el pino en que se transformó la bella Pitis (de ahí el nombre de Pitiusas) al escapar del lascivo dios Pan, alter ego del cachondo Bes que da nombre a Ibiza; y una súbita iluminación prendió en mi interior reconciliándome en el amor a la vida, dándome cuenta que Samsara y Nirvana están aquí y ahora.
Luego Tita, con justo orgullo y cierta guasa, me dijo que le habían dado un Solete de la guía Repsol. Naturalmente respondí que yo le hubiera dado constelaciones enteras. Can Xicu es vibrante oasis alejado de horteradas y groserías electrónicas, donde indígenas y viajeros comparten mesa y confidencias, donde el romance bulle (a ti mismo, a la vida, a los unos y las otras) y te sumerge gozoso en la eterna y milagrosa corriente en que nadamos.