Nos quedaban pocos ángeles en la Tierra y se nos ha esfumado otro. Se ha ido despacito, sin hacer ruido, desplegando lentamente sus alas para regresar al Olimpo de donde deben venir las personas buenas.
No sé si fue incapaz de contener el vuelo o si sus ojos azules decidieron que era el momento perfecto para fundirse con el cielo, pero aquí, nosotros, sus huérfanos, nos hemos quedado demasiado solos; presas de un frío de los que hielan la sangre incluso en los días de calor sofocante. Y eso que la mañana se había despertado bonita, con algo de brisa y las nubes dispersas. Tres llamadas seguidas de Berno, a las tres y tres de la tarde, presagiaban que no se avecinaba nada bueno; y en ese instante se me aceleró el corazón y su aroma a infancia me atravesó la frente. «Montse, es Helen…» y la niebla y las lágrimas lo anegaron todo. Cuando te anuncian que una amiga ha fallecido sientes como si una barra de hielo te golpease muy fuerte en la cabeza; la espalda se te desmonta y el llanto es la única salida a ese pozo oscuro. Otros brazos son el único lugar en el que guarecerse de ese glaciar. Gracias, Juan Carlos, Silvia, Marta y Cristina por ser esos cálidos regazos.
Estoy segura de que estaría abochornada por todas las muestras de cariño, por todos los homenajes, mensajes, cartas y reportajes publicados para recordar su generosidad, su bondad y su entrega. Ella, que odiaba las fiestas sorpresa y nunca confesaba ni su cumpleaños, ni su fecha de nacimiento, nos regañaría si supiese que hemos publicado su obituario sacando a relucir los años que curvaban su osamenta. Pero es que mi Helen era tan bella y tan coqueta, con su mirada tan llena de todo, que lo que dijese su DNI me la traía al pairo, porque era el reflejo de la mujer en la querría convertirme: fuerte, noble, generosa, activa, luchadora, valiente y plena. Helen fue Cónsul, y yo le pedía que me contase historias oscuras sobre británicos a los que había salvado la vida entre balconing y balconing. Si Superman era capaz de rescatar a personas en peligro, Helen Watson tenía auténticos superpoderes para hacer lo mismo, eso sí, con más discreción y menos florituras. Una mujer que se vino con 21 años de vacaciones a Ibiza y se enamoró sin remedio de la isla y de su Manolo, con quien se comunicaba al principio por señas, ya que el lenguaje del amor es universal y los idiomas, a veces, solo un manojo de versos. Aquí trazó su historia, formó una familia, cuyo hilo rojo se me enredó en el tobillo nada más aterrizar en las Pitiusas ya que, a veces, la generosidad se hereda, y su hija Raquel fue una de las primera amigas que me acogieron.
Mi Helen recibió muchos premios, condecoraciones y distinciones en vida, que es cuando tienen que darse, pero la Medalla como miembro del Imperio Británico, era de las que más ilusión le hacían y de las pocas que presumía (bueno, y de una foto con el Príncipe Harry en una visita a las Pitiusas).
¡Ay, Helen, qué rojos tengo los ojos y qué triste el alma! No me resigno a saber que ya no me podré reír contigo, mirándote de reojo mientras tomabas los tés que te preparaba, y que te parecían un horror, aunque no me lo dijeses. Tú, que siempre te comías las carcajadas cuando me lanzaba a hablar en inglés en las reuniones y me pedías con cincuenta «por favor» y mil «gracias» que te escribiese los discursos cuando te veías obligada y sin escapatoria a intervenir en público. Helen, tú que me diste un globo para soltar el dolor y la ira contra el cáncer en los momentos oscuros y me diste herramientas para combatir así el miedo y la rabia, ahora emprendes el mismo viaje hacia la nada o hacia el todo. Y yo, «tu pan de molde», como me llamabas, solo puedo escribirte, llorarte y encenderte una fragante vela blanca, para que la luz te guíe y puedas emprender a su amparo tu nuevo camino.
Gracias, por tanto, hasta siempre, amiga.